Un hombre elegantemente vestido con traje gris oscuro, está sentado en una cafetería escribiendo en una servilleta de papel. A su gesto de llamada, mano alzada e índice estirado, la camarera se acerca con una amable sonrisa en la cara. Toma nota de su pedido y mientras lo hace, mira con disimulo lo que el hombre ha escrito en la servilleta. La vista no le alcanza a leer más que un par de palabras: olvido y amor, pero ve perfectamente los pequeños dibujos que ha hecho alrededor de la servilleta. Algunos de ellos han sido realizados con trazos firmes, otros inseguros.
Piensa la camarera, mientras escribe en su libreta que el caballero quiere un café americano y un trozo de bizcocho de crema y merengue, que cada uno de los pequeños dibujos que enmarcan la servilleta, parecen estar hechos por una persona distinta. Un corazón, el rostro difuminado de una mujer, signos matemáticos, un sol que trata de zafarse del abrazo de nubes plomizas... El corazón está perfectamente delimitado y hecho con trazos firmes. No es un corazón al uso, de esos que cualquiera dibuja cuando está enamorado. Es un corazón real, con sus venas y arterias, tan real que parece que fuera a ponerse a latir, traspasando sus latidos el fino papel de la servilleta.
La camarera se da cuenta, al pasar esos pensamientos por su cabeza, que ha dejado de mirar con disimulo lo que el hombre ha dibujado. Se ruboriza al comprobar que el hombre la mira fijamente. No hay gesto que haga deducir a la camarera que está molesto por su curiosidad pero aún sin percibirla en el hombre, se disculpa y se retira, aún azarada.
Poco después la camarera regresa con su café y su bizcocho y los deposita en la mesa con suma delicadeza. El hombre mira el plato con el dulce y sonríe. Ha añadido un bombón en el platillo del bizcocho y dos azucarillos en el plato del café, cosa que no ha visto que haya hecho con el caballero de la mesa de al lado, al que ha servido lo mismo, apenas diez minutos antes. Luego mira a la camarera, comprobando que el rubor de hace un momento ha desaparecido para volver a su rostro una agradable sonrisa.
La mujer es atractiva, se dice, y su sonrisa se vuelve amplia. Deja el bolígrafo y da por concluídos los garabatos que estaba haciendo en la servilleta. Mentalmente y con rapidez, calcula que la camarera podría tener unos treinta y cinco años. Tiene una belleza serena, ojos verdes y grandes, cejas naturales, labios carnosos que ha agrandado ligeramente gracias al mágico efecto con un gloss rosa claro y rasgos suave, apenas retocados con un sutil toque de maquillaje. Una nariz casi perfecta corona un rostro hermoso. Sí, piensa el hombre, es muy atractiva y no se da ni cuenta.
La camarera nota que se ruboriza de nuevo y se pregunta por qué motivo vuelve a hacerlo. Se toca el cabello en un gesto nervioso y se pasa un mechón detrás de la oreja. Sin querer, baja la vista para evitar el contacto directo con los ojos del hombre y vuelve a mirar la servilleta. Parece que ha escrito un poema. Un corazón palpitante, que quisiera salirse del papel, tinta negra de Bic que sangra por los bordes de la servilleta. Siente la camarera que el corazón es el de ese hombre y que los versos escritos en la servilleta son para una mujer lejana. Se inventa una historia, tan breve como lo son los segundos que permanece de pie, al lado de la mesa y de ese hombre extraño que la mira sin disimulo y sonríe. La mujer a la que va destinado el poema y los garabatos es un antiguo amor que se llevó el corazón latente. El hombre llora sin lágrimas pues no tiene corazón que las fabrique. La camarera sale de su ensoñación cuando el caballero le da las gracias y sonríe. La mujer se aleja pero en el fondo no quiere marcharse, llevada por un deseo incontenible de preguntar el nombre de aquella que ha robado el corazón al hombre. Una mujer bellísima, se dice la camarera al observar de nuevo el rostro femenino dibujado en la servilleta. En otra mesa alguien levanta la mano para ser atendido. El momento mágico ha finalizado.