Ha pasado una semana y el desconocido y elegante poeta no ha vuelto a aparecer por la cafetería. Ana se pregunta por qué se siente así, tan confundida e incluso abatida cuando piensa en el caballero de la servilleta. Seguramente no volverá a la cafetería, no lo verá más, será un recuerdo, convertido en fino papel garabateado. Guardo esa servilleta en su cajita de cosas importantes, como ella llama a una caja de cartón con motivos florales que alberga parte de sus recuerdos. Cartas amarillentas de antiguos novios, postales de viajes pasados, fotografías de momentos que se hicieron inolvidables, tapones de corcho de botellas de vino con las que se celebraron acontecimientos importantes. Tantos y tantos recuerdos que se metieron en esos objetos de toda índole, cuidadosamente conservados en una caja de cartón que desde hace una semana también contiene una servilleta de papel con unos versos, un corazón y un rostro de mujer desdibujado.
Ana tenía que librar hoy. Es domingo y esperaba este día con ganas. Está cansada de trabajar y también de vivir de recuerdos. Ese hombre y su servilleta... Pero su compañera le ha pedido el favor de cambiar su día de libranza. No puede negarse. Mirian, que así se llama la camarera que se lo ha pedido, es además de compañera de trabajo, una buena amiga.
Ana llega a la cafetería sin muchas ganas de empezar a trabajar pero en cuanto ha transcurrido una hora, ya está cargada de energía. Trabaja con celeridad, son una sonrisa sincera en los labios, repartiendo un poco de su corazón en cada taza de café que sirve, en cada trozo de bizcocho que entrega a los clientes, en cada cupcake. Piensa que el trabajo, cualquiera, puede ser maravilloso si se enfrenta con ilusión y optimismo. Ana es una mujer optimista por naturaleza y siempre se dice que, pese a los muchos fracasos sentimentales que ha vivido en los últimos seis años, la vida debe verse con ojos enamorados. De todo se aprende si uno utiliza lo aprendido para sonreír, piensa mientras sirve un café cortado y una napolitana de crema al solitario caballero que habitualmente se sienta en una de las mesas que dan a la ventana. Al servir su siguiente pedido se queda parada en medio del salón. Sentado en la misma mesa que ocupó hace una semana, el hombre de la servilleta, ha regresado.
Ana siente que las piernas le flojean, las manos le tiemblan, la bandeja está a punto de caérsele. Inspira y comienza a caminar en dirección a la mesa donde se dirigía. Entrega las consumiciones y se acerca a la del caballero desconocido. Con gesto amable se dirige a él y pregunta qué desea tomar. El hombre la mira, sonríe y pide un capuchino y un trozo de bizcocho casero. Tiene un bolígrafo en la mano y escribe en una servilleta. Ana siente curiosidad pero necesita decelerar su corazón que late a toda velocidad. El hombre nota su evidente nerviosismo y añade en tono jocoso que traiga también una tila para ella. Ana se ruboriza, sonríe y se marcha. Al poco llega con el café y el bizcocho. Ha añadido, como la vez anterior, una chocolatina y dos sobres de azúcar. El hombre deja el bolígrafo en la mesa, la mira y vuelve a sonreír. Ha escrito algo en la servilleta pero ya no hay ningún corazón ni rostro alguno de mujer. Tal vez, piensa Ana, es pronto. Si permanece más tiempo en la cafetería, seguro que dibujará ese rostro. Un amor pasado. Y los versos son para ella. Recuerdos, anhelos, dolor. Parte de esos recuerdos los tengo ahora yo, en mi cajita, contenidos en esa servilleta. Me gustaría saber tu nombre. Me siento un tanto estúpida pensando que te llamas Carlos. Así se llamaba mi primer novio. No sé por qué he imaginado que ese es tu nombre pero..., bueno..., ella se llamaba Ana, como yo...
Ana se mueve por las mesas, apunta los pedidos, entrega, cobra y recoge las mesas. De vez en cuando, con disimulo, se acerca a la mesa del hombre y mira la servilleta. Dibujos de notas musicales, frases con una caligrafía ordenada y perfectamente legible. Parece que ha trazado las líneas con regla, se dice. Ya le llamó la atención en la otra servilleta. Pese a los rasgos marcados y los trazos firmes (algunos habían llegado casi a rasgar el papel), en aquella ocasión se fijó más en los dibujos. Ahora, apenas ha dibujado ni ha hecho signos matemáticos, hay más frases. ¿Más alma, tal vez?, se pregunta Ana. Cuando se percata de que ha permanecido demasiado tiempo al lado de la mesa del poeta, se marcha. No ha sido capaz de mirarlo a los ojos, se ha dedicado sólo a la servilleta. Si me pierdo en ellos, me perderé definitivamente, piensa Ana, mejor no tentar a la suerte. Esto es un papel, una simple servilleta y tú, querida mía, estás divagando demasiado por hoy...
Cuando regresa a la mesa, el hombre se ha marchado ya. La sonrisa de Ana desaparece de su rostro pero vuelve al momento, al comprobar que el poeta ha dejado, nuevamente, la servilleta garabateada encima de la mesa. Ana la coge y la lee de pie, sin aguardar siquiera a llegar a su casa.
Vivía en el ayer,
En el mar de sombras,
En el recuerdo de silencios,
De preguntas sin respuesta,
De ríos de lágrimas.
Creí que solo sería ella y
Ninguna más,
Ella era una, mía, única,
Todo,
Yo...
Me equivocaba.
Hoy huele a café,
A hogar,
A presente.
Estoy Lejos de los árboles,
De la hierba,
De las montañas,
De los ríos y veredas,
Pero hace unos días este
Rincón me devolvió
A toda esa paz.
Y hoy huele aún más
a todos los aromas que perdí.
¿No lo notas?
Huele a hoy,
A ti,
A mí.
A nosotros,
A esperanza.
No voy a tocarte,
Aunque desee hacerlo,
No voy a contarte,
Pues creo que todo lo sabes.
Pasará el tiempo
Y llegará el día.
¿No lo notas?
Será el hoy,
Azul, inmenso,
Eclipsando el cielo.
Y seremos tú y yo.
Espérame, aún estoy curándome.
Dame un poco más de ti,
De tu sonrisa,
Solo eso te pido
Y prometo que cicatrizaré.
Aún necesito un
Minuto más,
Un segundo más,
Unas servilletas más...
(CONTINUARÁ)