Un mal partido, uno más, y con la paciencia del técnico italiano a punto de rebasar el límite. Fue el inicio del cataclismo. Me cuentan que desde dentro el descontento de ciertos jugadores era evidente, que no todos tiraban del carro. Este último aspecto, el del esfuerzo, fue abiertamente censurado por Messina con la complicidad de la televisión. Un pulso a los críticos del vestuario que ya no estaba dispuesto a seguir planteando. Messina, con una tarjeta de presentación difícilmente igualable en Europa, no necesita quemarse a lo bonzo. Simplemente ha optado por apartarse, y dejar que los que boicotean el reparto de minutos y la selección de jugadores devoren las migas que Ettore ha ido dejando.
Messina ya había fruncido el ceño hace semanas justo después de la disputa de la final de la Copa del Rey, con una falta evidente de apoyo del máximo dirigente del club. Que a Florentino no le preocupa demasiado la sección de baloncesto no es secreto. Los tibios intentos de revitalizar el basket han servido para rescatar algo de éxito y una pizca de entusiasmo. Poco más.
La decisión de Messina de entregar la cuchara fue fulminante y sin posibilidad de vuelta atrás. Cuando desde arriba se procuró tender la mano ya era tarde. El italiano se va y su eterno segundo se queda como entrenador interino hasta final de temporada. La herida no se cierra.
La sensación que tengo es que Messina nunca terminó de encajar en una dinámica que le arrastró a una vulgaridad que nunca soñó y que le ardía por dentro. Su categoría profesional y el orgullo por rendir pleitesía a su propio pasado fueron el combustible para seguir vivo dentro del Madrid. Ya es otro entrenador consumido por el voraz apetito de la exigencia deportiva y social de un club acostumbrado a ganar.
El graderío en el último partido en la Caja Mágica fue suficientemente explícito. Pitada general. Messina esbozará una media sonrisa lejos de allí. Los jugadores tendrán que cambiar el paso. La lupa ahora fijará su atención con mayor detalle.