Tras pasearse mi sombra bajo mis pies desnudos, mecida en extraño zarandeo, echo la vista arriba y observo mi cuerpo que cuelga de una gruesa soga mientras baila al ritmo del vaivén de mi propia muerte. No sé si sucedió todo porque nunca reconocí la felicidad que me sonría ni mi gran suerte ya que, sin saberlo, todo lo tenía. Nada me era suficiente, todo en mi interior era vacío. Mi cuerpo, la soga, el árbol, este bosque, el viento, la nada.
Ahora me espera deambular por toda la eternidad, arrastrando mis pies por esta nada mientras tropiezo con mil sogas y mil hombres vacíos que maldecirán su suerte mientras sus cuerpos se mecen en una muerte tan absurda como la mía.