Suena la alarma. Emiliose levanta a las siete y veinte, como todos los días. Siempre coloca eldespertador al revés para que las manecillas le sonrían. Emilio le devuelve lasonrisa al despertador y se levanta despacio, con cuidado de no hacer ruido,para no despertar a María. Hoy es domingo, y no tiene que abrir la tienda.María sigue sin entenderlo, después de treinta años de matrimonio. A ella leencanta quedarse pegada a las sábanas los domingos. Emilio se ha vestido con loprimero que ha encontrado y sale a hurtadillas de la habitación. Entra alcuarto de baño, prescinde de afeitarse –el domingo no toca-, e inunda su rostrode agua fresca. Se guiña un ojo en el espejo.Abre la ventana de lacocina, respira profundamente. Escruta el interior de la nevera en busca dealgo refrescante y se decide por un sublime fresón de un rojo luminoso.
Emilio saluda a Antonioen la escalera. A Antonio también le encanta madrugar los domingos; se levantaincluso antes que Emilio, y le gusta echárselo en cara:-Corre, Emilio, o tequedarás sin churros –bromea Antonio.Emilio compra solamente seischurros: para el desayuno de María, pues él prefiere el pan tostado. Después vaen busca del periódico y se entretiene un rato a discutir de fútbol con Gustavo,el kiosquero, antes de regresar a casa.María ya está levantada.Mientras ella se asea, Emilio prepara el desayuno. Se reparten las hojas delperiódico. Otro científico chiflado, piensa María, otro majadero que anuncia elcercano fin de nuestro Sol. Ríen.
Emilio decide llevar aMaría al centro. Sabe lo que le gustan las sorpresas. Sabe que le encanta esepequeño restaurante italiano, el de los mantelitos de flores. Le dice a Maríaque se arregle. Ella no pregunta, sólo le sonríe, y Emilio le guiña un ojo.Emilio espera. Ya ha leídotodo el periódico, incluso ha completado el crucigrama que nunca termina. Sabeque María emplea su tiempo en emperifollarse pero…María no aparece. Noaparece. No… aparece. No… No… ¡No!Un súbito pinchazo abrasalas sienes de Emilio y le levanta un profundo dolor de cabeza. Emilio sale aprisade casa, conoce los síntomas y trata de huir, necesita escapar de la realidad.
Las calles abrigan aEmilio con su silencio. El último eco de los lamentos quedó al otro lado de algunaesquina. El cielo es cada vez más amarillo: el Sol desperdiga su ser, poco apoco, por todo el firmamento. El agua, escasa y turbia, se estanca en loscauces, cansada de fluir. Los árboles, grises esqueletos, sólo son el vestigiode la belleza que fue, y que hoy yace quebrada. La brisa pasea el aroma de lamuerte por todas partes.
La consciencia ha regresado.Emilio recuerda. Emilio comprende. Clava sus rodillas en el suelo polvoriento,levanta sus puños y grita al ámbar de los cielos.-¡Señor, si has dedejarme sólo en este mundo, al menos permíteme conservar mi locura!
María, por fin, haterminado de arreglarse: está más guapa que nunca. Emilio besa sus labios. Ellase sonroja y sonríe. Él la guiña un ojo y le susurra al oído:-Te quiero.