Revista Diario

La suerte está de su lado

Publicado el 16 junio 2012 por Blopas

Esta es una anécdota en partes: la 47ava en la saga del Dr. Kovayashi.

La historia del Timor (III) | Continuará…

La luna llena invitaba a la introspección. Opalina, su luz se reflejaba en cada herraje de ese barco que navegaba en penumbras. Al mismo tiempo, desde vientre del Timor llegaba a cubierta el rumor de los motores. Las puertas y escotillas lo apagaban en parte, pero era su carácter constante lo que lo volvía enloquecedor. Frente a semejantes vicisitudes, el doctor se convenció de que enaltecer el espíritu en ese momento carecía por completo de sentido, y se puso a razonar acerca de los pedazos de carne que Makraff le había servido al mediodía. Era imposible que provinieran de algún pescado de río; desde que él estaba a bordo, nadie había tirado las redes, nunca. Muy por el contrario, esos músculos asados eran tan resistentes al tenedor que no podía tratarse de otra carne más que la de un mamífero; una carne rara, rarísima, roja. Además, los trozos eran inmensos. Parecían tronchados de los muslos del animal ya que en su centro tenían un único hueso, seguramente un fémur. Estaba astillado. Kovayashi había comido con fruición hasta no dejar nada en la fuente. Su estómago admirable y una siesta de ocho horas lo protegieron de cualquier trastorno digestivo.

Los dos hombres permanecían sentados frente a frente en posición zen, cual era ya su costumbre. El calor húmedo e inaudito había obligado a Makraff a quitarse la camisa. Sudaba como un beduino extraviado. De repente, la atención del doctor se concentró en una decena de cicatrices circulares que en un giro del río negro brillaron a la luna sobre el pecho de Makraff. “Son viejos queloides. Cicatrices, tal vez”, pensó el doctor.

- “¿Picaduras?”, preguntó en voz alta Kovayashi mientras apuntaba al pecho del capitán con su índice y lo miraba fijamente con las cejas enarcadas, como incitándolo a hablar. La respuesta de Makraff no se hizo esperar.

- “Hay en estas tierras hombres intrépidos que sabiamente callan ante mi presencia. Los respeto. También existen simpáticos mequetrefes que saben moverse entre la curiosidad y la irreverencia. Ellos me divierten. Sin embargo usted, doctor… usted me desorienta. Pregunta como si desconociera quién soy, como si quisiera mostrarse fuerte en su aparente sutileza y buenos modales. En otra situación lo habría hecho desollar por Patinho, mi servil carnicero. Pero descuide, como invitados de honor del Timor, ni usted ni sus pulguientos amiguetes tienen nada que temer. La suerte está de su lado. Sepa que tampoco le preguntaré por qué ni cómo ha llegado a esta selva y a este barco, no me interesa. Cuando haya terminado de escuchar mis historias, recién entonces llegaremos a destino y será libre de olvidarme, o no. En fin… Por el momento he perdido el hilo de tan amena conversación. ¿Qué me decía usted?”

El doctor había escuchado con atención a Makraff. Tenía la certeza de que el capitán actuaba bajo una especie de miedo atávico a estar equivocado, a mostrar que no era aquel personaje que a sí mismo se describía de una forma tan extrema y despiadada. Eso no estaba mal, era clave para permanecer, para subsistir. Por el contrario, Kovayashi era amigo de las equivocaciones, como cabe esperar del espíritu de todo buen científico. Al reconocer a la equivocación como una arista en común entre ambas vidas, el doctor comenzó a respirar más seguro y aliviado.

- “Me preguntaba, capitán, si esas marcas en su pecho eran picaduras”.

- “No, no, en absoluto. Son heridas de mi primera y última incursión a los dominios de los hombres-hormiga”.

Continuará…

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