Hoy me hicieron recordar que una vez en la isla de San Andrés, recién levantado preparé una jarra de café, como todos los días de todos los tiempos, con agua de la llave. Estando en el balcón leyendo alcancé a tomarme una taza y media. Qué felicidad el primer café.
Cuando mi compañía despertó, se acomodó y salió a la sala, le serví una tacita para recibir el día y al primer sorbo de le arrugó la cara cual acordeón y escupió casi gritando: ¡este café está salado!
Yo, claro, con ese disparo recordé inmediatamente que el agua de la llave venía directo de un pozo con agua de mar y que quien nos había rentado el apartamento, nos había recomendado nunca tomar de la llave, por peligro de cuanta coda y el final del mundo mundial, sino siempre pero siempre del agua embotellada.
Ese día tuve el teléfono de la ambulancia conmigo a cada segundo.
La mente es asombrosa en su capacidad de omitir sensaciones. En este caso lo salado. Un poder curioso pero poder sin embargo.
Y sobreviví a taza y media del agua salada del mar. Nunca pasó nada excepto que al almuerzo, preferí un postrecito. Quizás ese sea mi súper poder y yo un pequeño súper héroe salado.