La tragedia ajena nos parece lejana, pero nos vigila

Me levanté y como de costumbre puse un podcast de un programa mañanero en mi IPhone. Me preparé un café con leche mientras escuchaba las voces enérgicas y de buen humor de los locutores. Me desperecé, hora de ducharme. Esperé a que el agua tuviera una temperatura adecuada y me dejé acariciar por el chorro de agua calentita. El gel huele muy bien, pensé.

Fui a la nevera repleta de cosas y me preparé una tostada. Salí a pasear a la perra y a la farmacia. Carlos tiene fiebre.

Me asusté. Me asustó pensar que esas pequeñas rutinas de vida fácil me parecían lo normal. No las agradecía. No me movía con consciencia de la suerte que tenía: electricidad, móvil de última generación, agua caliente, comida en la nevera, una cama calentita, medicinas, salud... Me venían las imágenes que había visto hacía poco, de un padre sirio llorando ante sus dos hijos muertos. Gritaba de dolor y abrazaba los dos cuerpos tiesos y sin vida. Tenían la edad de mis sobrinos. Mi mente cambió momentáneamente su cara por la de ellos, y sentí ese dolor. "No", pensé, "menos mal que estamos aquí y que estamos bien". Borré la imagen con una sacudida de cabeza. No lo soportaría. Esos campamentos de gente esperando un poco de toque humano, un destello de esperanza. Sólo quieren vivir... Se conformarían con muchísimo menos de lo que tengo yo.

Cuando estamos bien la desgracia ajena es lejana. Pero en realidad ninguna tragedia humana es lejana, porque no estamos exentos de nada. Todo puede dar un giro. Hoy estás sano, mañana no sabes. Hoy tu país no está en guerra, mañana no sabes. Hoy tus seres queridos están a salvo...

He empezado a sentirme profundamente agradecida por mi momento presente. Y todos deberíamos hacer lo mismo.

Imagen sacada de We Heart It.