Acá estoy de vuelta, con otro cuento. ¿Qué puedo decir sobre él...? Nada. Voy a dejar que sean ustedes los que digan algo.
La tumba
—¡Uf! ¡Por Dios! —dijo Gabriel, retrocediendo—. ¡No pienso entrar allí!
Nicolás lo miró sorprendido.
—¿Perdón?
—Huele horrible —Gabriel dio dos pasos más hacia atrás—. ¿No lo sientes?
—Por supuesto que lo siento —dijo Nicolás apretando la mandíbula—. ¿Qué esperabas? Este hombre está muerto hace días.
—Bueno…, sí…, pero ¿tiene que oler así?
—Olvídate del olor —dijo Nicolás—, no es lo importante.
—Ni siquiera sabemos si en verdad lo enterraron con él —Gabriel observaba a la distancia cómo Nicolás se introducía en el agujero oscuro que había abierto en el suelo.
—Alcánzame una lámpara —dijo Nicolás.
Gabriel titubeó.
—¡Vamos! ¿No quieres que esto termine pronto?
Gabriel gruñó y le acercó un farol a su amigo, alejándose nuevamente de un salto.
—No te vayas tan lejos —dijo Nicolás—, tal vez necesite algo más y no quiero tener que gritar más de lo necesario.
Gabriel se aproximó, renuente, y murmuró:
—Apresúrate, este lugar me da escalofríos.
Nicolás rió por lo bajo mientras se sumergía en la oscuridad. «A él le da escalofríos», pensó «cuando soy yo el que está en este tumba asquerosa.»
Gabriel miró a su alrededor mientras esperaba a su amigo, el cementerio estaba vacío y en silencio, ni siquiera las ranas croaban allí. Gabriel observó la luna, brillante a lo lejos, sin más reflejo en la tierra que aquel jirón que se veía por allá. Allá lejos, pero bastante cerca.
«Sí», se dijo Gabriel «eso blanco está bastante cerca, ¿qué será?»
Instintivamente, dio unos cuantos pasos atrás. Se volvió hacia la tumba abierta, no se escuchaba nada desde ahí, ni un solo ruido. Miró otra vez hacia aquella mancha blanca que ahora estaba detrás de un árbol cercano.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó una voz femenina.
Gabriel sintió una humedad caliente recorrer sus piernas y, paralizado, cumplió con la orden de no alejarse, a su pesar.
—Hola, ¿hay alguien allí? —la voz repiqueteaba contras las lápidas.
Gabriel cerró los ojos, y los luego los abrió violentamente. La mancha blanca seguía junto al árbol, lo cual le tranquilizó un poco.
—¡Gabriel! —gritó Nicolás—. ¡Alcánzame la ganzúa grande!
Gabriel sintió el corazón latir en la garganta, tapándole los oídos.
—¡Gabriel! ¡Apúrate! ¡Ya casi lo tengo!
Gabriel miró hacia el árbol, la mancha seguía inmóvil. Él se acercó a la caja de herramientas, sorprendiéndose de la valentía de sus piernas y removió su contenido hasta que encontró lo que buscaba, valiéndose sólo del tacto; su mirada estaba fija en aquel árbol.
Fue hasta la tumba abierta y se agachó…
—¿Hay alguien más aquí conmigo?
La ganzúa brincó de las manos de Gabriel, quien logró no caer con ella, y fue a parar sobre la cabeza de Nicolás. Su grito murió en sus labios antes de que se abrieran, nadie más que las paredes de tierra que lo rodeaban lo escucharon.
Gabriel se quedó quieto, esperando. La mancha seguía allí.
—¡Oh, allí estás! —dijo la voz de mujer, súbitamente emocionada.
—Sí —contestó una voz masculina a la espalda de Gabriel—, pero ¿dónde estamos?
Gabriel sintió su cuerpo petrificarse, mientras veía otra mancha blanca reunirse con la primera. Ésta última era más grande, y tenía un matiz rosado.
—Nicolás —susurró Gabriel.
La nueva mancha se le acercó levemente.
—¿Hay alguien más allí? —dijo la voz masculina.
—No —dijo la voz de mujer—, no hay nadie más. Es a ti a quien vine a buscar. Ven conmigo.
Gabriel vio las manchas titilar unos minutos, antes de alejarse rápidamente con la brisa. Cuando fue capaz de moverse, se acercó más a la tumba.
—Nicolás —susurró de vuelta—. ¿Nicolás?
Se asomó al interior de aquel agujero que yacía en la negrura, el farol se había apagado.