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Tercera entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”.
La 1ra parte la encuentran acá: dos guitarras y un cajón peruano.
La 2da parte la encuentran acá: tinta fiera.
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Hacía años que el ferrocarril había dejado de pasar por el pueblo. Dijera un hombre de la empresa por la radio: “El ramal es deficitario; hemos hecho grandes esfuerzos para mantenerlo en funcionamiento, pero la realidad es que el cierre es la única solución.” Los habitantes escucharon atentamente la noticia, y muchos pensaron que al final nada iba a suceder, pero en pocos meses comenzaron a sentir en carne propia la crueldad del desamparo. Por eso la mayoría abandonó el pueblo en busca de mejores horizontes. Los pocos obstinados que se quedaron fueron testigos de la caída de la antigua estación, en cuya vereda vegetaban, desmañados y enfermos, al menos veinte paraísos. Siempre oportunistas, los chimangos anidaban en los huecos de los troncos, desde donde vigilaban lo poco que aún quedaba para vigilar. Esa noche, los últimos pajarracos que se negaban a abandonar el pueblo vieron una silueta avanzar hacia lo profundo del pajonal como alma que lleva el Diablo. Vieron al hombre llegar y frenar en seco. Una segunda figura vestida de negro salió a su encuentro desde los fondos del último andén. No hubo saludos, apenas unas palabras que sonaron vacilantes.
- Tenés que ayudarme, Gringo…- La voz de la Lucecita hizo que el corazón del peón diera un respingo. Los chimangos abrieron grandes los ojos y prestaron atención.
- Viniste…-
- ¿Cómo no iba a venir? –
- Como la última vez… -
- Sos rencoroso, che. – La Lucecita sonrió desplegando los artilugios estudiados que siempre le habían dado resultado; miraba al piso mientras se acariciaba las trenzas, y con el pie derecho pisoteaba un yuyo aplanando un poco la tierra. – Yo te avisé que no iba a poder venir, el papá me vigilaba. Y por eso te quiero hablar, me tenés que ayudar…-
- No, no me avisaste. – dijo el Gringo amargamente. Y en el momento en que el reproche salía de su boca, por la cabeza le iba pasando una sucesión de imágenes como naipes mal barajados, que saltaba de una a otra y se detenía en la visión anhelada de la Lucecita bajo su cuerpo, en medio del pajonal, los dos removiendo la tierra con el deseo cruel de la pampa.
- Bueno, pero tuve la intención. ¿O vos pensás que soy mala? No, yo no soy mala, tengo miedo nomás. Miedo porque veo cómo todo se complica y no soy dueña de vivir mi vida, de poder hacer lo que yo quiera; siempre vigilada, siempre pensando en las cosas que se andan diciendo por ahí. A mí no me gusta vivir así, Gringo. Yo no quiero vivir así.- hizo una pausa y clavó el verde de sus ojos en el pardo oscuro de los del Gringo. – Y yo sé que vos me querés, me querés bien. Por eso te pido ayuda, porque sola no puedo hacer nada… –
- ¿Y yo qué puedo hacer? Si no soy nadie. – la voz del Gringo ya no tenía la firmeza y convicción de siempre, en cada palabra había un poco de tristeza y amargura que formaban, en el conjunto total, una desolación profunda. – Yo no puedo hacer nada, Lucecita, más que soportar…-
- Gringo, yo te conozco. Y no soy tonta, aunque parezca. Yo sé que no sos el simple peón que decís, y sé muy bien que escondés algo mucho más peligroso que la habilidad con la guitarra. Si hay alguien que puede hacer algo acá, sos vos, ¿me entendés? No tengas miedo, yo necesito un hombre con coraje ahora, no un miedoso. –
La cara del Gringo se transformó. La amargura mutó en fiereza contenida y los ojos pardos brillaron en la oscuridad que cubría los alrededores de la abandonada estación. Ahora las imágenes en su cabeza corrían veloces como un tren fantasma. Una tras otra las estaciones se sucedían en los pensamientos del Gringo pero todas eran fugaces; los vagones traqueteaban por una vía que él mismo creía ya abandonada y fuera de servicio, pero a medida que los rieles tomaban temperatura el tren aceleraba y aceleraba, revolvían en su interior los recuerdos más secretos. La voz de la hija de Barzola lo sacó del vértigo justo en el momento en que la formación se detenía de golpe en la estación más ominosa y lo volvió a la realidad con un susurro extorsivo.
- Sacame de acá, Gringo. Si me librás de todo esto puedo ser tuya para siempre. Vámonos de acá, dejemos este pueblo atrás. –
La luz entre ambos cuerpos se apagó de repente. La Lucecita avanzó hasta palpar los brazos acerados del peón, quien de haber intuido cuánto daño le haría esa mentira se habría apartado en el instante. Pero la carne es blanda. La Lucecita le desabrochó dos botones de la camisa, le besó el pecho y siguió subiendo por el sudoroso cuello hasta las orejas con los labios entreabiertos. Alterado, jadeante como un perro con sed, el Gringo parecía echar luz por la piel. Estaba listo para descender a los infiernos y vencer a Satanás en su propia salamanca si era necesario. Su boca se había inundado de una saliva espesa que asomaba hecha espuma por las comisuras de sus labios. Así y todo se besaron por un instante, hasta que la diestra del Gringo comenzó a levantarle muslo arriba la falda a la muchacha. Pero la Lucecita se apartó violentamente, acomodándose la ropa, las trenzas y el pañuelo que llevaba al cuello.
- No, Gringo. No te apures. Es mejor que me vaya…tengo que volver antes de que el papá descubra que no estoy. Ya sabés cómo es él, tarde o temprano lo va a averiguar, lo nuestro, digo… Pensá bien lo que te dije. -
Los extensos terrenos del ferrocarril se desplegaban ante el Gringo como una sábana blanca bajo la luna. Habían adquirido una nueva fisonomía en la cual ahora podía reconocer no sólo sombras, sino también claridades. No hubo despedidas. La muchacha giró y sin más emprendió el regreso. Él la acompaño con la mirada hasta que en la distancia su ropa negra la disimuló en la oscuridad. El hombre se arremangó, la sangre le hervía en las venas. No traía reloj, pero sabía que el tiempo había pasado sin clemencia. Andar por las calles a esa hora sería tan desaconsejable como volver a su rancho y meter al Pichón en sus propios problemas. En poco tiempo llegaría el alba, y las tareas en la estancia comenzaban siempre al cantar el primer gallo. Al rojo como una fragua, el Gringo emprendió la caminata. Le quedaban quince kilómetros y mucha oscuridad para enfriarse y pensar qué hacer con Barzola, con la Lucecita y con su vida. Algunos trenes hay que tomarlos una sola vez en la vida, pensaba. O a lo mejor no. A un costado, refugiados por los paraísos, los chimangos lo vieron irse con su paso enérgico, agitaron un poco las plumas y cerraron los ojos esperando el amanecer.