Revista Literatura

La única salida: otra aventura medieval (I)

Publicado el 06 agosto 2012 por Eowyndecamelot

Cosas que nunca cambian (o eso parece)

Barcelona, verano de 1292

Desde aquella torre se divisaba un panorama tan desalentador como lo era la libertad para quien estaba preso aunque fuera de sí mismo, como era la alegría para el que prevé universos de tristeza. Yo no dudaba que los viandantes que en aquel momento, sobre la hora sexta,  recorrían aquel bario de Barcelona, rumbo al mercado o a sus quehaceres varios, estuvieran tan sometidos como lo están sus conciudan@s y compatriotas (si se puede emplear este término: como todos sabéis en esta época no existe aún el concepto de España, eso en el caso de que en el futuro sea asimismo un concepto real. Por cierto, ya podríamos quedarnos así eternamente, por muy UNA [mierda] que sea); pero por lo menos ahora tienen espacio para escapar, libertad que les da esa inseguridad de la que hoy gozamos y que nos aparta de la seguridad fingida del siglo XXI, cobardemente aceptada por tod@s y siempre amenazada, ahora ya tal vez finalmente quebrada incluso en la muy civilizada Europa, como ya lo ha estado en tantos otros lugares…

Y, desde luego, no ayudaba mucho el bochorno reinante. Aunque no dejaba de ser un consuelo (o no) darme cuenta de que hay cosas que nunca cambian: no creo que la temperatura del Barri Gòtic de la Barcelona del cambio climático haya subido más de un par de grados desde su homónima del Medievo lo que, con los termómetros en este punto, no es muy relevante. Y lo peor no es el nivel alcanzado por el mercurio, sino la calidad concreta de la temperatura que marca: no creo que haya un lugar en el mundo donde el sol se derrame sobre la humanidad como un fluido tan húmedo y pegajoso como en Barcelona: el agobio que se experimenta llega hasta el punto de hacerte desear una próxima glaciación. O al menos que hayan inventado ya algo con lo que poder pasear por las empedradas rúas góticas algo más fresca que con la medieval camisa que vestía… Y que fuera lo suficiente decoroso para no azuzar al escándalo público, que no estaban las cosas para llamar mucho la atención. Porque vivir en un convento de hombres célibes (o al menos eso es lo que dicen ellos; cualquiera se cree lo que cuenta la gente de la iglesia, a riesgo de acabar pagando 700 euros por comida caducada encontrada en contenedores) fingiendo ser uno de ellos, no me aporta tampoco ninguna ventaja frigorífica. En cualquier momento, alguien puede extrañarse de mi prolongada ausencia, echar la puerta abajo a pesar de la barricada que he montado con los escasos muebles de esta alcoba, y darse cuenta de que, a pesar de la cara tiznada, el gorro de dormir ocultando mi pelo recogido en un moño y la apretada venda sobre mi pecho bajo la tela de la camisa, con este ligero atuendo parezco bastante más una mujer que con el insoportable hábito blanco que vengo vistiendo últimamente: en realidad, estos tipos son algo menos tontos de lo que parecen, no mucho, por eso, aunque tal vez lo suficiente. Pero ni por esas pienso ponerme nada más encima o acabaré tan cocida como una hogaza de pan de la cocina. Ay, cómo añoro el maravilloso clima seco de Tierra Santa…

Pero os preguntaréis qué hago aquí. Y cómo he vuelto a caer en una trampa. Os tranquilizaré diciendo que la situación no es tan dramática como parece. Estoy aquí por propia voluntad y realizando una misión, o algo parecido. El problema es que los largos períodos de inactividad que esta parece exigir no es algo que vaya conmigo, y me temo que me estoy perdiendo las numerosas movilizaciones que están teniendo lugar en el verano de 2012 entre incendio e  incendio provocado por los pirómanos del Gobierno. Movilizaciones, claro está, contra los recortes que el PPCiU, como chambelanes orgullosos de serlo del Nuevo Sacro Imperio Romano Germánico, están perpetrando contra la población, mientras la Iglesia española reza por los parados a razón de 700.000 euros por versículo, los capitostes políticos premian a sus fieles directivos de las empresas públicas y privadas por ayudarles a escenificar esta crisis inventada (con el dinero obtenido del saqueo de los servicios públicos) y siguen las guerras de nervios, de bombas y de manipulaciones informativas, con esas nuevas plantillas televisivas que, como pronostiqué en otro de mis viajes en el tiempo, pronto nos harán añorar los tiempos del poco llorado Urdaci. Me siento impotente, frustrada, y estoy empezando a cabrearme mucho. Quiero tirar euros de cartón piedra sobre los Mossos d’Esquadra, quiero decorar las fachadas de todas las sedes estatales y autonómicas de PPCiU con espray rojo de la sangre de los enfermos sin atención, de los deshauciados sin remisión, de los agraviados sin justicia, de los alumnos con mala (o nula) educación que acabarán sembrando las cunetas del futuro de una u otra forma si alguien no hace nada por evitarlo. Quiero… pero no me dejan, me cago en la hostia.

Iré al grano. Creo recordar que me dejasteis en el momento en que una mano desconocida me arrastró a las profundidades de un portal con intenciones supuestamente lesivas para mi persona. Pero bueno, mal que me pese, estoy acostumbrada a este tipo de cosas, y antes de que pudiera sufrir algún perjuicio grave, mi mano izquierda se preparó para tantear el peligro, fuera el que fuera, ya que la derecha, la de la espada, estaba inhabilitada, de momento, por la presión de un duro guantelete. Noté que caía sobre algo que me pareció un cuerpo humano bastante sólido y no precisamente porque los músculos del susodicho estuvieran curtidos en mil gimnasios, sino por la manía que tenemos todos los que nos dedicamos en mayor o menos medida al oficio de las armas en esta puñetera Edad Media de vestirnos de hierro. Así que, suponiendo sin mucho alarde deductivo que mi agresor pertenecía al género masculino, me dispuse a asestarle el golpe fatal con mi zurda bien pertechada hacia el lugar donde se suponía que debían hallarse sus partes pudendas. Mi acción fue recompensada por un aullido de dolor y un segundo de desconcierto, que yo aproveché para zafarme de él, dar un paso atrás y echar la diestra a la empuñadura de mi espada. Pero el juramento que mi víctima lanzó después de su alarido inhumano y que fue pronunciado por una inconfundible voz de marcado acento franco, me hizo detenerme.

-¿Guillaume? ¡Por todos los infiernos! ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

Mi mano no se movió del pomo de mi espada, pero la curiosidad había vencido a la prudencia. O tal vez, a pesar de nuestras poco memorables vicisitudes juntos, algo me hacía pensar que mi viejo conocido de Tierra Santa en realidad no buscaba mi destrucción física. Esperé pacientemente un buen rato hasta que finalizó de soltar ayes de dolor, y al fin mi aguante fue premiado.

-Eowyn –dijo algo molesto-, ¿tú crees que esto es justo? Te salvo de las asechanzas de uno de los piratas más sangrientos del Mediterráneo, que te seguía sin duda con ánimo de aligerar tu bolsa y llevarse de propina tu virtud, ¡y me lo pagas de esta manera! ¿Acaso no piensas derramar nunca el bálsamo de tu perdón sobre mi torturada alma?

Reprimí una carcajada. Está visto que mi enemigo sobreestimaba su carisma personal, su inteligencia o ambas cosas.

-Déjate de historias –zanjé-. El temible pirata del que hablas es mi compañero de juergas Yannick y te puedo asegurar que el único motivo que le guía a seguirme es el caballeroso afán de protegerme de individuos como tú, lo cual ya habrá visto que es completamente innecesario y por tanto se habrá retirado a dormir. Y en cuanto a lo justo o lo injusto de esta acción, he de decirte que no te reconocí hasta que fue demasiado tarde. Si no, evidentemente, habría actuado de una manera muy distinta. Te habría ensartado con mi espada antes de que hubieras tenido tiempo de abrir la boca. No sé cómo te has atrevido a venir a Barcelona, a no ser que realmente desconocieras que aún me hallaba aquí. Como comprenderás, no tengo demasiadas razones para abrigar un gran cariño hacia tu persona.

Eso dije, y algo de verdad había en mis palabras. Concretamente, la parte que en ellas correspondía a la lealtad que aún sentía hacia mi viejo compañero de batallas, a pesar de que sus turbios asuntos con reliquias y otros temas me habían alejado de él más que la propia distancia física. Pero, mal que me pesara, tenía que reconocer que no estaba realmente enfadada con Guillaume, tuviera o no la obligación moral de estarlo. Y tal vez él lo sabía. O no. Lo cierto es que su voz sonó llena de resonancias oscuras cuando me respondió.

-Eowyn, sabía perfectamente que estabas en la ciudad. Solo y exclusivamente por eso he venido. Y si te abordado de esta manera ha sido, además de por intentar protegerte (aunque debería saber ya que para eso te bastas muy bien tú sola), porque era necesario que hablara contigo enseguida y no puedo dejar que nos vean juntos en público.

En la oscuridad del portal vacío, él no pudo ver mi mueca de incredulidad.

-Que yo sepa, ya no eres templario –argumenté-, así que no puede suponer ninguna mancha en tu historial el que te vean hablar con una mujer, sobre todo si tiene tan mala reputación como yo. Aunque tal vez te has casado con una propietaria viuda celosa que amenaza con dejarte fuera de la herencia si la traicionas.

Su carcajada atronadora rompió el muro de oscuridad que nos separaba. Y es que tenía guasa, la cosa. En lugar de pegarle un par de viajes y quedarme más bien que todas las cosas, le hacía reír. Está visto que con este carácter no voy a llegar nunca a nada.

-No entiendo cómo he podido sobrevivir tantos meses sin tus chanzas, mi querida amiga.

-No pretendía bromear. Me limitaba a explorar una posibilidad.

-En estos momentos, la idea del matrimonio está tan alejada de mis intenciones como la del infierno. Y con eso no quiero decir que pretenda equipararlos. Y en cuanto a mis relaciones con mis hermanos… sobre ese tema habría mucho que hablar y no podemos hacerlo aquí. Me conviene que te vean lo menos posible, y aún menos si es conmigo, por si accedes a algo que te quiero proponer. Oh, ya sé –atajó mi previsible respuesta-, soy un enemigo y no vas a hacer nada de lo que te demande, pero al menos escúchame. Tal vez acabes por ayudarme por motivos egoístas, o por motivos altruistas. Te pido que me acompañes. Muy cerca. Hasta la Casa de la Orden. Tenemos que darnos prisa o ya no podremos traspasar la muralla

Era evidente que le había entendido mal. Guillaume no podía estar pidiéndome aquello. Y no solo porque, no estando mi vida en peligro, él debía de saber que nada se me había perdido en aquella guarida de fanáticos. Sino sencillamente porque de ninguna manera le admitirían allí. A no ser que…

-No irás a decirme que aún no saben nada.

Él negó con la cabeza.

-Las noticias circulan muy rápidamente entre los hermanos.

-Entonces… ¿quieres decir que lo saben y, aún así… no les importa?

Guillaume asintió y acto seguido se encogió de hombros, como soslayando su completa inocencia al respecto, y a mí, en un instante, me cayó de golpe no la inmensa corrupción global y eterna, pues sería una ingenua si eso me sorprendiera, sino la desfachatez con la que siempre se ha ido produciendo. Guillaume, que traicionó y robó a su mejor amigo y su hermano de congregación y de armas, era ahora acogido con los brazos abiertos por la misma orden que les había formado a los dos, probablemente debido a su alta cuna, sus buenas relaciones con el poder o a su habilidad para el soborno o el chantaje emocional tal vez del mismo cruel calibre que la del gobierno de Mas, que no duda en negociar empleando como fichas a los más débiles. Una cosa es que yo pudiera perdonarle, tal vez porque era consciente del afecto que por alguna extraña razón parecía sentir hacia mí; otra que lo hicieran ellos. El sentimiento de descarada injusticia estuvo a punto de ahogarme. Pensé en los causantes de la crisis del siglo XXI que acabaron gobernando los países que habían arruinado, en una estrategia perfectamente calculada que la gente no quiere creer o entender o sencillamente no les importa; a los gestores de economía que implementan medidas tan imbéciles que a largo plazo no podrán beneficiarles ni a ellos, porque desde luego que no llegaron a tan alto puesto por su inteligencia; a los numerosos políticos de los que se sabe perfectamente su escandaloso tren de vida y su provocadora acumulación de sueldos y prebendas mientras hacen declaraciones sobre la necesidad de que los discapacitados, los desempleados, los enfermos, los ancianos, los niños en edad escolar y las mujeres embarazadas hagan ejercicio de austeridad; a los falsos que vendieron estabilidad y derechos a cambio de votos y luego pidieron a sus gobernados que se encomendaran a la Virgen (literalmente), porque hasta lo que había sido propiedad de estos últimos, lo que habían pagado hasta el último céntimo, había pasado ya a sus manos. No, hay cosas que no cambian. Justamente las que más tendrían que cambiar. Y no obstante, una vocecilla interior me seguía repitiendo: allí aún es peor, allí aún es peor…

Le volví la espalda y me alejé un par de pasos. La rabia hizo que me saltaran algunas lágrimas. Era tan fácil, y tan difícil, estar allí, en primera línea de fuego… era tan fácil, y tan difícil, poner tu vida sobre el tapete de juego y esperar ganar, aunque luego esa costosa victoria te sea arrebatada por los devenires de la historia, por el Mal, siempre al acecho, nunca acabado de vencer… era tan fácil, y tan difícil, luchar contra el mal sin convertirte en el Mal, eran tan fácil y tan difícil juzgarlo… Era tan fácil, y tan difícil… Era solamente la única salida.

Sentí a mi espalda los pasos de Guillaume aproximándose. Yo giré rápidamente hacia él. La punta de mi espada, ya fuera de su vaina, relampagueaba bajo las luz de las antorchas del exterior a apenas unos milímetros de su corazón.

-Te voy a matar, Guillaume. Te mataré aunque solo sea a modo de símbolo, te mataría aunque fueras inocente. Te mataré porque ya llegará el momento de tejer la necesaria estrategia, tal vez no para vencer, pero al menos para recuperar las posiciones en las que estábamos aunque nos las vuelvan a arrebatar, pero ahora seguir esperando disuelve la prudencia en simple cobardía. Te mataré para que tu sangre riegue su miedo, para que sepan que no pueden seguir traficando con reliquias, vendiendo falsas esperanzas. Para que sepan que hemos despertado. Y que esto solo es el principio.


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