Todos nos equivocamos, pero no todos cometemos los mismos errores. Mi equivocación fue marcharme; la tuya, quedarte. Despropósitos opuestos que confluyeron en la infelicidad de ambos, aunque quizá no se pueda simplificar tanto, en la vida nada es tan sencillo. En realidad, mi error no fue marcharme, puesto que es lo que quería hacer, sino irme sin ti. Con el paso del tiempo he llegado a comprender que tú no podías seguirme, estabas muy adoctrinada, aunque el salir conmigo fuera tu manera de decirle al mundo, a tu pequeño mundo, que eras joven y atrevida, que eras capaz de desafiar la autoridad paterna saliendo con el raro, el maldito, el artista, pero ellos supieron esperar el momento. Nuestra relación nunca había sido plato de gusto para tu familia, seguramente por el solo hecho de yo pertenecer a la mía, y en eso no les puedo reprochar nada, mi casa no era la más ejemplar del pueblo, ambos lo sabemos, por los turbios negocios de mi padre y la poca discreción de mi madre con sus líos, y si les toleraban es porque tenían dinero, pero no quiero hablar de mis mezquindades domésticas, que bastante me han amargado ya la vida.
De lo que quiero hablar es de nosotros, después de tantos años de silencio y de distancia, que no de olvido, no por mi parte, y creo que merezco decirte lo que ha sido —es—, mi vida sin ti. Somos esclavos de nuestras palabras y de las decisiones que tomamos, eso es una verdad universal. Las palabras dichas son sentencias, te obligan a actuar en consecuencia, so pena de que, de no hacerlo, te tomen por un cretino. Mi sentencia fue “me voy”. La tuya, “adiós”. Las decisiones importantes pocas veces tienen vuelta atrás. Yo me fui para no volver; tú te quedaste para enterrarte en vida, complaciendo así a los tuyos. Entonces creías que estabas renunciando a mí, pero en realidad renunciabas a ti misma, a tener una vida propia. ¡Calla, no digas que no! Eras demasiado vital como para permanecer en ese páramo limitado y miserable. La chica alegre, siempre feliz que fuiste durante tu paso por la universidad, porque te encantaba el bullicio y el ambiente de la facultad, murió digerida por el aburrimiento en un entorno estancado que se pudría a sí mismo. Subsistías en cuanto a constantes vitales y funciones fisiológicas se refiere, pero poco más había digno de ser considerado vida, porque la vida es mucho más que eso.
Toda una vida, que podríamos haber vivido en común, desperdiciada. Yo nunca he disimulado el coraje que esto me producía, la ira que he sentido cada vez que pensaba que jamás volvería a verte. Tú, en cambio, has sido el perfecto ejemplo de mujer insatisfecha que pone buena cara frente al patio de butacas. Sí, ya sé que me dirás que has tenido un buen matrimonio, con un marido que siempre te respetó, unos hijos a los que adoras, una existencia tranquila, pero, ¿qué pasa con el amor? ¿y con la pasión? ¿y con las risas?
¿Te acuerdas de cómo, de cuánto nos reíamos por la más nimia de las cosas? A ti te saltaban las lágrimas y yo tosía como si me hubiera tragado un moscardón vivo. Y era por nada, porque sí. ¿Cuándo, durante el resto de tu vida, lo has vuelto a hacer? ¿Y cuántas, cuántas veces has deseado volver a reírte de aquel modo, tan sin sustancia, tan tontorrón, tan feliz? Y recordarás que esas carcajadas solían acabar en un beso, al que seguían otro y otro más, y estos desembocaban en maravillosos revolcones que eran más que sexo, ¡mucho más! Eran el cielo, eso es, el cielo. Claro que lo recuerdas, y claro que lo has añorado millones de veces, tantas como lo he hecho yo, aunque hayas ahogado el deseo tragando hiel.
Llegó un momento en que ya no podía resistir vivir sin ti, y estaba dispuesto a hacer lo que siempre dije que no iba a hacer: volver al pueblo, a riesgo de revivir aspectos del pasado que creía que eran capítulos cerrados, solo por ti. Pero ya era tarde para mí, para nosotros, porque tú ya te habías instalado en tu magnífico matrimonio y habías empezado a formar una familia. Si no me seguiste cuando eras libre de hacerlo, menos lo harías teniendo que desarmar el decorado que habías creado para tu público.
Me llegaban noticias sobre ti a través de los antiguos amigos a los que veía de vez en cuando en la capital. Ellos, sobre todo ellas, iban desgranando los exitosos capítulos de tu vida sin saber el daño que me hacían. Fue así como supe de tu noviazgo y boda, de tu primer embarazo, del segundo. Y yo morí entonces, y me ocurrió lo que a ti: seguí respirando, mi cuerpo funcionaba perfectamente, mis constantes vitales no me producían sobresaltos y mis funciones fisiológicas eran tan regulares como siempre. No tenía diabetes ni colesterol. Ni amor.
No, no he podido volver a amar, porque no he dejado de amar, de amarte. Claro que ha habido otras, pero solo han sido eso, otras, porque ninguna de ellas eras tú, mi amiga desde niños, mi amor desde siempre y para siempre.
Nuestros apellidos alfabéticamente consecutivos nos permitieron sentarnos juntos durante toda nuestra vida escolar, quizá de esa proximidad naciera nuestro amor. Después nos separó la universidad, cada uno en una ciudad distinta. Tú estudiaste Farmacia; gracias a la amistad de tus padres con el farmacéutico del pueblo, tenías el puesto asegurado cuando acabaras la carrera. Yo te preguntaba muy serio si eso era realmente lo que querías, quedarte en el pueblo, despachando recetas a los abuelos y tomando la tensión a las viejas, mientras tú te irías convirtiendo en una de ellas. Te animaba a seguir estudiando, si era lo que querías, pero que miraras más allá de los límites del pueblo, de la escasa ambición de tus padres para contigo, que intentaras colocarte en un gran laboratorio farmacéutico donde pudieras investigar y desarrollarte como profesional y como persona. Te suplicaba que vinieras conmigo, que seguiríamos siendo tan felices como lo habíamos sido hasta entonces. Tú me dabas largas, me mirabas como diciendo “ya se le pasará”, me besabas, me volvías loco y yo no podía pensar en nada más que en seguir volviéndome loco con tus besos. Sabías manejar los tiempos y conocías todos mis puntos débiles, así que casi podías manejarme a tu antojo; y digo casi porque al final no conseguiste que me quedara, que era lo que con más ahínco deseabas. Ahora, a través del tiempo, me pregunto qué hubiera ocurrido de no haber abandonado el pueblo. ¿Crees que hubiéramos seguido juntos? A estas alturas de la película, yo diría que no, aunque entonces nada hiciera presagiar una ruptura. Éramos jóvenes y teníamos hambre de vida.
Las vacaciones de verano eran espectaculares, casi no nos separábamos, tras todo el curso alejados, cada uno en su facultad. Entonces aún creía que podría convencerte para que te vinieras conmigo, pero tú me replicabas con el sermón aprendido en casa, que cuando acabara la carrera de Bellas Artes, a saber de qué iba a tener que trabajar para vivir. Yo te respondía que iba a vivir de mi arte, que estaba seguro de ello, pero tu entorno ya había sembrado en ti la semilla de la desconfianza en mí como una persona responsable con la cual constituir una relación estable, una familia. Me decías ”vive el momento”, porque ya sabías que cada uno acabaríamos por nuestro lado. Y no te culpo por tener dudas, que es lo más humano del mundo, te culpo por no amarme más que a la perfecta vida que te habían diseñado y que tú aceptabas gustosa. En el fondo, sabías que nunca más ibas a ser tan feliz, y por eso sorbías hasta la última gota de la felicidad que teníamos entonces, y que hubiéramos seguido teniendo si hubieras creído en mí.
Tantos años, tantos… Millones de veces pensaba en qué pasaría si volviera al pueblo, si volviéramos a vernos. Y los mismos millones de veces me decía a mí mismo que no pensaba más que tonterías, que ambos habíamos elegido el camino que queríamos tomar, que lo nuestro no fue más que un loco amor de juventud, que ya era demasiado tarde para nosotros, que bla bla bla… Tonterías, cortinas de humo, no querer afrontar la realidad, eso era lo que me pasaba. Porque yo seguía amándote, pero no me imaginaba en el pueblo, plantándome frente a ti y diciéndote “te quiero”. Para entonces eras farmacéutica titular de la botica; el antiguo farmacéutico, tu suegro, se había jubilado y tú reinabas entre tarros de cerámica de Talavera con nombres en latín, habías ascendido al cielo de ibuprofeno. El hijo, tu marido —¿recuerdas que, de pequeños, te reías de él porque ceceaba?—, no había querido seguir por la senda de aspirinas y pomadas para las varices que le había marcado su padre y se dedicó a las leyes. Tenías hijos, niño y niña, la parejita, dos perros grandes que te guardaban el chalet donde vivías, uno pequeño de llevar en brazos y también una chica interna que se ocupaba de la casa. Tenías la vida perfecta, sin mí.
Y yo, siento decepcionarte y también a los que te predisponían contra mí, no soy un muerto de hambre. Para la sociedad del pueblo, para una parte de ella al menos, era un paria; nunca gustó mi talante independiente, ni que destacara sobre la homogeneidad mediocre de la masa. En cambio, para la sociedad de la capital yo era, soy, un dios: triunfé en lo mío, contra todo pronóstico. Estoy forrado, soy el artista de moda. Todo aquel que cree que es alguien ha de tener en su casa, en su despacho, algo con mi firma. Al final me convertí en un artista para cretinos, es tan fácil caer en eso: empiezas a hacer encargos como trabajo alimenticio, te dices que solo será por un tiempo, pero las cosas van cada vez mejor, triunfas y te acomodas. He fracasado, en todo, tanto en el amor como en mi sueño. Ahora, tanto me da, pero antes, después de perderte a ti, me refugié en el trabajo; pintaba furioso, esculpía con rabia, hacía del cinismo mi seña de identidad en las entrevistas que me hacían en las presentaciones de mis obras. Me gané fama de maldito, una fama que me persigue desde siempre. Y todo lo hacía por ti, porque sabía que en algún momento me verías en televisión, en los periódicos, y te preguntarías por qué me había vuelto así, tan áspero, tan sin alma, tan pobre hombre. Pobre hombre, tan sin ti.
Solo puede haber una cosa más dolorosa que renunciar a una vida en común contigo, y hubiera sido renunciar a mí. A mi libertad y a mi talento, a mi inconformismo, a mí como individuo, como esencia, como ser único. Y no se me ocurre qué otra cosa podría haber hecho para, con tal de quedarme contigo, conformaros a ti y a tus padres y a toda la gente mal de casa bien que se permitía juzgarme. Me conoces desde siempre y sabes que una educación convencional para conseguir un futuro estereotipado no era para mí. ¿Me imaginas trabajando de funcionario o en una gestoría? Perdona que me ría, no pretendo ofender a nadie, pero tú misma me hubieras aborrecido, porque sabrías que esa persona no era yo, aunque hubiese renunciado a mi sueño por estar contigo. Me ha costado muchos años llegar a la conclusión de que lo nuestro acabó de la única manera natural que podía acabar y también que, con tanto que nos amamos, era imposible un camino común.
Podría volver al pueblo con la cara muy alta porque, con mi triunfo, ese que al principio no se me perdonaba, he doblegado la mala opinión que suscitaba entre quienes me injuriaban, esas personas que tienen sus propios muertos en sus armarios pero que, para ocultarlos, se dedican a señalar los de los demás. Pero no, no voy a hacerlo. Si me fui sin ti, tampoco voy a volver sin ti, porque tú ya no estás, ese es el único motivo de que yo esté aquí por última vez. Me dijeron que habías enfermado, que habías luchado por sanar pero que, finalmente, perdiste el pulso que te echó la muerte. Es doloroso para mí saber que ya no estás pero, bien mirado, ya no estabas y lo más probable es quien yace bajo esta losa de negro granito, hacía mucho que no era la misma persona que tanto he añorado a lo largo de mi ya larga vida. Una vida estéril, considerada vida solo en cuanto al transcurrir del tiempo, pero vacía, porque sin amor, sin tu amor, no he podido disfrutar de mis logros ni del bienestar económico que me han dado, ni del reconocimiento social, ni de la admiración de la gente. Lo único que me hubiera podido hacer feliz hubiera sido tener tu amor, tenerte a mi lado, siempre. Pero no fue así y, en base a mi experiencia, puedo decir que el amor hace infelices a las personas y vuelve hostil la vida.
Y, aunque parece que todo acabó hace tiempo entre nosotros, o tal vez podría parecer que está acabando ahora, te aseguro que ni la muerte va a poner fin a lo que siento y sentiré siempre por ti, este amor amargo me acompañará hasta mi último suspiro. Me despido con esta pobre ofrenda que te hago con mi presencia y la paradoja de haber vuelto al pueblo para irme de él, de nuevo, sin ti; es el sino de mi vida.
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