Una de las preguntas que me surgen cuando examino mi comportamiento para con mi familia es: ¿por qué salir del armario me resultaba tan urgente? ¿Cuál era la razón para que, de pronto, la posibilidad de seguir ocultándome llegara a hacerme enfermar?
Al fin y al cabo, permanecer en el armario es una estrategia de supervivencia nada desdeñable. En muchos momentos de nuestra vida, necesitamos un lugar seguro para esa parte de nuestro ser que no siempre podemos o queremos mostrar. Bien sea por miedo, por un peligro real o por cualquier otro motivo, estar en el armario nos aporta bienestar a corto plazo. Por eso no salimos, sea políticamente correcto... o no.
Y mi caso cumplía todos los requisitos. Tenía miedo, mucho miedo, a esa nueva situación que me había llegado de improviso cuando por fin había logrado cierto equilibrio en relación a mi identidad. También existía un peligro real, aunque difuso, derivado del rechazo de mis padres, un rechazo que no tenía visos de desaparecer, sino de aumentar, tras el reencuentro familiar.
Sin embargo, la mera idea de volver a pasar por el calvario de las preguntas difíciles, de los silencios, de las respuestas oportunistas de mis padres... me provocaba una grandísima ansiedad. No me sentía capaz de salir del armario con mi familia, pero tampoco me animaba a entrar. Supongo que, para entonces, ya llevaba recorrido un camino de visibilidad en el que no quería dar ningún paso atrás.
A pesar de ello, tengo la intuición de que había algo más. Algo que me provocaba una inquietud profunda, un miedo paralizante, una angustia vital. Temía no ser capaz de superar aquella prueba y que aquello con lo que soñaba nunca se hiciera realidad.
Aquello con lo que soñaba.
Durante muchos meses, he querido mantenerlo en lo más profundo de mi ser, inconscientemente. Tal vez para protegerlo, para que nada de lo que me ocurría pudiera dañarlo. Para que, como sueño, pudiera seguir siendo posible. Para que nada ni nadie pudiera arrebatármelo. Aunque a veces, muy, muy pocas veces, lograra salir a la superficie y flotar.
Recuerdo una tarde de aquel verano. Estaba tumbada en la cama y respiraba con dificultad. Sentía que la angustia me ahogaba y, de pronto, me puse a llorar. Durante unos instantes, logré deshacer el nudo que oprimía mi garganta. Mi novia estaba a mi lado y me rogaba que le explicase lo que me tenía así. Yo no sabía qué decirle, no sabía qué me ocurría, solo podía dar cuenta de mi malestar. Y seguí llorando y llorando hasta que por fin lo vi, lo vi claro por un momento, y pude prestarle mi voz.
Tenía miedo de no poder ser una buena madre.
Recuerdo cómo mi novia trató de consolarme, haciendo acopio de mis virtudes, pero yo seguía llorando y llorando, hasta que conseguí decirle que no. Que mi temor no era no poder ser una buena madre. Que mi temor era no poder ser una buena madre, sí, pero lesbiana.
Quizá resulte un tanto inconexo. Mi familia, mi deseo de ser madre, la ansiedad... Pero en el fondo de mi corazón, en el último rincón de mi inconsciente, la frase que me atormentaba sonaba alto y claro: "Si no puedes lidiar con esto, nunca podrá ser madre. JAMÁS".
De ahí la angustia tan profunda. No por el miedo a no serlo, ni por el miedo a no poder serlo, sino por el miedo a tenerlo al alcance de mi mano y no ser capaz. Tener que decirme algún día que renuncié a algo tan querido porque tuve miedo y no fui capaz. Sentir una frustración tan íntima y, a la hora de buscar culpables, no poder encontrarme más que a mí.
Ese era el camino que estaba recorriendo, el camino que, a día de hoy, todavía recorro. Y aquel fue el escollo, la piedra, el abismo inmenso que, desde lo más profundo, originó mi ansiedad.