La mañana y sus sonidos. Quería ir al patio, me esperaba mi tamarisco y la complicidad de la sombra, el columpio hacia la vida. La carreta de Don Vicente y su leche recién ordeñada quebraba el piar de las aves, golpeando los tambores metálicos contra la jarra de aluminio, un tintineo casi armónico, esa belleza que nos traen las horas tempranas del día, ya contaminada por los quehaceres del hombre.
En la casa todos dormían. Contra las prevenciones, me levanté con sigilo y mis pies descalzos hicieron vibrar la madera, cómplice de mi aventura. Un crujido suave. A veces pienso en el crujido de las palabras, en la armonía de algunas, la irreverencia de otras, en nuestra arbitrariedad para asociarlas a los objetos, en el catálogo innecesario, la pérdida del misterio.
Debía ser cuidadosa. Si volvían a pescarme otra vez afuera me castigarían había dicho mi madre. Sonidos. Los de mi Olimpia y sus teclas, en esta noche con luminarias del alba, como si fuese válido violentar el pasado, reescribir los recuerdos.
¿Salí a la calle?, ¿Caminé unos metros? La avenida era imponente ante mis ojos y la vista de los caldenes todavía me atraviesa. Como este insomnio irreconciliable. Don Vicente se alejaba con su carreta por el arenal, seguido por un par de perros madrugadores. La claridad empujaba las sombras y arrasaba con la resistencia de la oscuridad, sabedora de su victoria desde que el tiempo es tiempo.
Iba a seguir avanzando pero la visión me paralizó y echó por tierra la intención originaria de aventurarme más allá de mi casa y el patio. Allí estaba: imponente, apretujado con secretos. Íntimo con el horizonte, compartiendo misterios que todavía busco entre las palabras.
He recorrido el mundo tras el latido incontestable de aquel amanecer. ¿O era el de mi pecho? Conjuro atávico de la niñez obnubilada ante las maravillas que habitan los sentidos de una correría irrepetible, como si al crecer perdiéramos la ilusión, el afán por lo oculto y desoyéramos al taumaturgo que rige los espíritus y las cosas.
Silencio húmedo. El de mi Olimpia y sus teclas que han decidido callar en esta noche de insomnio,
mientras la brisa sofocante entra por la ventana del piso porteño, tan alejado de aquel hechizo de la niñez.
No recuerdo cuánto tiempo estuve de pie, con la vista clavada en el horizonte, maravillada, extasiada, sabiendo que me estaba perdiendo algo que no todos veían y que no recuperaría. El transcurso e invento del tiempo. Hasta que sentí unos pasos a mis espaldas y la reprimenda de los ojos de mi madre, me llevó de nuevo a la casa. "Será nuestro secreto", dijo; el mismo que atesoran las piedras.