"Ay, tengo ganas de que venga, pero sé que no va a venir", resume la peque. He intentado escribir esto varias veces y siempre termino descartándolo por predecible, rehuyendo los tropiezos de los lugares comunes.
Sabés, luego de cada visita, lamemos las heridas de tu aparición: silencio, un teléfono que no borramos de la agenda, esa imposibilidad de echar mano a las palabras, la catarata de preguntas que mueren en el cesto de los por qué, el mundo que se detiene y muestra su (y nuestro) sinsentido.
"¿Por qué a mí?, repregunta ella y la respuesta es un abrazo. No sé si alcanza, si mitiga, si completa, si habita un vacío, si acompaña, si, tantos si... pero el abrazo es fuerte, como debe ser.
Supongo que nos queda transitar(te) acostumbrarse a las traiciones de la memoria, a "me olvidé el teléfono" o tu mirada perdida, al intento de retomar una rutina o conformarse con las certezas propias: que lo material no llena, que lo supe siempre, que no sirve de nada correr detrás de zanahorias falsas.
Quizás por eso queremos, escribimos (para que descanses en algún lugar), reclamamos, nos acompañamos o seguimos adelante solos, en esa búsqueda de un "algo más" al que echamos mano en momentos jodidos.
Espero que hayas encontrado esa tranquilidad que la vida parecía arrebatarte. Te imaginarás que acá quedaron heridas que uno intenta (rá) subsanar con amor -palabra remanida, necesaria, vasta- tiempo y paciencia, cartas posibles ante las ausencias definitivas.