Revista Literatura

La voz de Nora (I)

Publicado el 22 septiembre 2010 por Mmechi
Siempre decía que prefería sentarse en un banco de la plaza al lado del árbol que le daba una sombra agujereada. Eso le decía cuando empezaron a salir primero a tomar un café, después cuando cenaban y más tarde cuando iban al teatro que quedaba enfrente de la municipalidad. Ese fue el lugar que ella le conoció: Juan Carlos nunca la invitó a la habitación que alquilaba en la casa de una señora que de viuda había puesto una residencia, no pensión, corregía. “Yo escribo” le había dicho a Nora en el primer café suyo, té con leche para ella. Ni escritor, ni me gustaría escribir, ni me gusta la poesía, ni nada. Y tal vez por la solemnidad con que Juan Carlos dijo esto, imprimiéndole el aura de con esta frase digo todo porque es arte y eso no se explica, que Nora por no parecer bruta, no preguntó sobre qué escribía. Con su silencio, Nora pretendía impresionarlo aparentando que sabía, que entendía todo lo que implicaba el “yo escribo”. 
Se habían conocido una tarde mientras ella cruzaba apurada la plaza porque llegaba tarde al negocio y un “Señorita, los cordones, los tiene usted desatados” se metió entre los pasos. La intromisión, una vez superada la incomodidad de sentirse observada, la forzó a detenerse por amabilidad primero y curiosidad después. Tenía que obedecer lo que la voz decía porque le daba la excusa necesaria para poder mirar abiertamente al comentarista. Además porque era tan inesperado para ella, que ya no esperaba que le pasaran cosas, que le ofrecía la posibilidad de ver el comienzo de una historia como en las películas románticas. Había que estar atenta, esa voz podía ser el comienzo, el alguien que su mamá le decía que iba a aparecer cuando en el altarcito que habían creado en el living con un busto del General le pedía “Peroncito, Peroncito, traele un maridito”.
Se ató los cordones y desde piso vio los zapatos lustrados y el pantalón de vestir. Buen comienzo, pensó. El atuendo se completaba con una camisa blanca impecable y un cuadernito de tapas negras de cuero que le combinaba con el pantalón. La lapicera era plateada, la tinta seguro que era negra o azul oscuro pero no llegó a ver. “Muy amable” respondió Nora cuando se puso de pie, desde el piso no se habla. Se acomodó la cartera muy lento para darle tiempo a que acote algo antes de perder el momento, el comienzo. “Es una cartera preciosa, señorita ¿no?” dijo el hombre. Nora sonriendo un poco, porque siempre le halagaban la sonrisa, pudo por fin mirarle el pelo negro con vetas plateadas, la cara afeitada como si nunca le hubiera crecido un pelo, los ojos marrones ribeteados con arrugas y las manos con uñas que parecían esculpidas. Sin darle tiempo a responder, agregó “¿Sabe usted dónde se sirve un rico café?”. Nora no tomaba café, el café excitaba decía su madre. Pero el peroncito peroncito también se le venía y en un acto de audacia sin parangón porque siempre tardaba para todo, dijo “Sí, sé. Sirven unas maravillosas masitas también.”
Y fue como en las películas el comienzo de una historia, por lo menos de la que compartieron; y fue un alguien que se fue poblando de ojos, nariz, voz y ropa, aunque sin saber bien quién era el protagonista y quién el personaje secundario.
Atravesar la plaza en el trayecto desde su casa hasta la peluquería donde trabajaba, sin querer, se transformó en un fin. Como si fuera un hilito de luz por la ranura de la puerta que se abre hasta iluminarlo todo. Podía ver a Juan Carlos en la cara de su madre o de su abuela postrada en la silla de ruedas, en el busto de Perón que custodiaba el altarcito, en los bucles de la permanente, en el pelo sucio de la señora Martha. Cuando ella terminaba a veces iban a tomar algo a la confitería o simplemente la acompañaba hasta su casa. Juan Carlos le contaba sobre cosas que había leído o vivido y Nora las repetía orgullosa frente a su madre o su abuela, intentando transmitir las cosas que Juan Carlos había leído o vivido, como si pasara un plumero o corriera velos de siestas. O como si pusiera esos velos pero para ella fueran telas de color en las lámparas. “¡Qué fruncida!” le decía su madre a su madre, la abuela, indirectamente a Nora, su hija.  
“Mi mamá te quiere conocer” le dijo una tarde cuando estaban llegando a su casa. Hacía meses que conversaban. Nora necesitaba mostrar que el famoso Juan Carlos no era un fantasma ni una sombra, mostrarlo para mostrarse. Y un día le dijo que sí, que al día siguiente estaba dispuesto a conocer a su madre y a su abuela. “Mejor el sábado” dijo Nora. Contenta, porque por fin entraría a su casa; nerviosa, porque esa entrada implicaba preparar, advertir, entrenar, limpiar, teñir, peinar para dar una buena impresión. 
Juan Carlos tenía un don. Decía que tenía el don de ver las cosas escribibles. Como los que miran todo a través de una cámara de fotos. Una mirada de la realidad filtrada por la escritura. Empezó a pasar cada vez más tiempo en la plaza, las salidas se redujeron a sentarse a su lado y escucharlo. Cuando ganó confianza decía “voy a escribir sobre las raíces del pelo de esa señora que va a tu peluquería”, “voy a escribir sobre el hormigueo paralizante de una pierna dormida”, “voy a escribir una mirada”. Nora lo escuchaba. Qué podés decir con eso y a quién le importa, pensaba, asintiendo calladita a su lado.  Para ella, el don, primero fue fascinante. Después, un problema. Ella veía deshacer las promesas, los pedidos al General; Juan Carlos parecía ver el potencial de la relación en cosas para contar.  

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