El golpeteo sobre el cuero acabó por despertarlo y el eco de un galope se desvaneció entre sueños. Aspiró profundo el aroma del rocío que se colaba por las rendijas del toldo y se preguntó cómo olería la cárcel huinca.
Escuchó con atención y entre el sonido de la lluvia sobre la tierra plana reconoció la marcha de los invasores. Avanzaban despacio pero sin pausa. Era cuestión de horas o de días para que llegaran. Lo había sabido desde hace tiempo.
Quizás desde que los vio construir la zanja para obstaculizar los malones. O la mañana en que los pájaros callaron, el horizonte era interrumpido por pozos y palos y el llano se salpicaba de fortines construidos a poca distancia unos de otro.
Miró sus manos. Estaba cansado y las arrugas señalaban el cansancio. Era de noche cuando salió del toldo. Uno de los perros se despertó, movió tímidamente la cola y volvió a meter la cabeza entre las patas.
Le acarició la cabeza y se cerró el poncho. Hacía frío. Ya sabía qué hacer. Les cortaría el paso y se entregaría. Así podría darle tiempo a los suyos para retroceder hacia el oeste. Donde estaba el desierto y el agua escaseaba. Montó en su mejor caballo y se alejó hacia donde sale el sol.
El eco del galope se desvaneció en el alba.
-¿Cómo dormiste? Tuve que venir un par de veces. Sollozabas.
-Sí, ya sé... soñé con el cacique.
-Otra vez... ¿Qué pasaba?
-Iba a entregarse. Se lo veía triste. Montaba su mejor caballo, tomaba la lanza y enfrentaba a los soldados...
-Dale, arriba que tenemos que ir a la escuela.
-Ma... el Pablo no me cree que sueño con él. Y dice que eran unos salvajes.
-Ya sabés la respuesta: los salvajes son los que se quedaron con sus tierras.
-¿Creés que ahora descansará en paz?
-Ojalá. Ahora está con su comunidad.
-¿Me vas a llevar a Leuvucó?
-Palabra. El fin de semana vamos.