La maja desnuda – D. Francisco de Goya y Lucientes – Museo del Prado
Acabo de mirar fotos de una librería por la red. Queda en Madrid. Podría quedar en Bali o en Japón. Desde mi perspectiva queda tan lejos como la Luna.
Pero este pequeño detalle momentáneo y circunstancial, no me quita el sueño ni la sonrisa. Y me hace recordar otras épocas.
La primera vez que me senté en una computadora conectada a Internet –hace varios millones de años-, fue luego de haber sido beneficiada con un concurso radial, en el cual me hice poseedora de media hora de navegación gratis en una reluciente compañía de internet local.
Tengo que aclarar que navegar por internet no era moneda corriente, casi nadie tenía el servicio en su hogar, y la media hora –por no decir varios minutos- salía petro dólares.
Recuerdan la película “You’ve Got Mail” con Tom Hanks y Meg Ryan? La historia de dos personas que mantienen contacto por correo electrónico sin conocerse personalmente, digamos una previa de lo mucho que este tipo de comunicaciones podría afectar las relaciones en el futuro.
Nada del otro mundo. Hasta la llegada de las comunicaciones satelitales, los seres humanos nos hemos comunicado vía epistolar -también muchas veces sin conocernos-, intercambiando historias de vida con gente que vive al otro lado del planeta. Sin entrar mucho en detalles, en mi adolescencia tuve una gran colección de cartas manuscritas con hombres y mujeres “desconocidas” de mi país y alrededores.
El caso es que, en la película, muestran cómo se conectaba en esos tiempos a este medio de transmisión: típico pitido de fax (dial-up) y al final el tan esperado sonido de conexión.
Todo tardaba más, las expectativas eran mayores, las páginas se iban descubriendo desde arriba hacia abajo como un manto de incertidumbre.
Perdíamos tiempo? No lo sé, pero de todas maneras se disfrutaba.
Ese día, el del sorteo, me fui a degustar de mi media hora. Recuerdo haber tenido la impresión bajo la piel de haber recibido un pasaje sin destino para visitar cualquier lugar del mundo, sin pasaporte, ni visados. Me imaginaba dicha tecnología como una cámara abierta que me permitiría “chusmetear” tanto dentro del Museo del Prado como a lo largo de una calle parisina o deambular por las réplicas de mundos encantados en Disney. Y eso es lo que hice. La verdad es que muchos cuadros no pude mirar. La “Maja desnuda” tardó más tiempo en develarse ante la pantalla que Goya en pintarla.
La maja vestida – D. Francisco de Goya y Lucientes – Museo del Prado
Lejos de irme desilusionada, me fui esperanzada, sabiendo que la tecnología se supera segundo a segundo.
Hoy, que sigo con los mismos inconvenientes de transporte aéreo que en ese entonces, me confieso viajera cíber adicta. Visito librerías, museos, tiendas especializadas, cafés, calles, recovecos del mundo a los que les agrego olores y sabores a fin de completar este recorrido computadoril.
Seguramente no he viajado más porque no me lo he propuesto seriamente, esperando un momento más oportuno. O porque soy una gran gozadora de los pequeños detalles, y la vida se me va en calles pueblerinas que quedan a cien o doscientos kilómetros a la redonda. A veces me detiene un cartel con un nombre extraño al que sigo, y descubro lugares que aunque son muy accesibles sé que pocos los conocen.
Conozco muchos viajeros y cada uno trae de sus viajes sus impresiones particulares. Los escucho, observo sus fotos y toco los souvenirs. Aunque cada relato me queda corto, porque no es el mío propio, porque lo hubiera hecho de otra manera.
Cualquier viaje material, espacial o espiritual es único, inigualable, intransferible e irrepetible. Y esta afirmación definitivamente me trae tres segundos de felicidad.
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