La vio bastante más gorda de lo que la recordaba. El frío y los años la habían estropeado más aún de lo que su propia mente recordaba y bastante más de lo que las fotografías de su Facebook mostraban, tendré que comprar más pomada, pensó mientras le daba un abrazo de bienvenida. El calor, las horas de vuelo, la espera de las maletas y las burlas veladas de todo el personal del aeropuerto la habían puesto de mal humor. Mario la miró y supo que esa noche iba a tener que fajarse.
La primera noche era muy importante, y por eso siempre intentaba llevarlas a cenar a un buen restaurante. Una buena cena, opípara y generosa, así como una buena cantidad de cerveza Presidente, eran armas que podían ahorrarle un par de horas de trabajo, así como una buena cantidad de pastillas y cremas. Mario le pasó el brazo por encima, le dio cien pesos a un mozo para que llevara las maletas hasta su todo terreno, y la tanteó. La canadiense no parecía con muchas ganas de cenar, a pesar de que eran cerca de las cinco y esas gringas comen a las seis, pero Mario instó a no apurarla. Al final quizá zafara con un par de besos y un trabajo rápido.
Llegaron al hotel que Anne-Marie había reservado vía agencia de viajes desde Toronto en la zona que llamaban El Cortecito, “here was where we met”, le dijo agarrándose a la musculatura de su brazo como si la vida le dependiera de ello. Mario sonrió y miró a su alrededor. Vio los ojos de las recepcionistas fijas en sus brazos, sus hombros, en el cerquillo con el que ribeteaba su peinado, las gafas de sol colgando del cuello y la cadena de oro reluciente sobre una camiseta de tirantes Dolce Gabbana que la misma gringa le había regalado. Tenía todas las prendas marcadas para no cometer errores de principiante. “Yes, my darling”, respondió entre las miradas envidiosas de los bellboy y del resto de dominicanos que poblaban el lobby del hotel.
Allí era un señor, un cliente, y no un moreno más de esos que cargaban las maletas en los carritos para llevarlos a la habitación, por eso lo miraban con recatada envidia, él era la prueba fehaciente de que con esfuerzo, unos buenos brazos, y cero escrúpulos, se podía salir de la puta miseria en la que vivían.
Se sentó en el mullido cojín del trenecito que los llevó hasta la villa 4308, “as our first time”, le recordó la vieja, mientras ocupaba tres cuartas partes del asiento con sus nalgas.
El mozo abrió la puerta y dejó las maletas, cien pesos más de propina, y desapareció escaleras abajo. Mario miró a su alrededor, la misma puta habitación, pensó, y aún no había deshecho ese pensamiento de su memoria cuando dos brazos flácidos del tamaño de un hombre lo agarraron y lo empujaron hasta la cama. Como pudo, se zafó de Anne-Marie, que parecía que no iba a acusar las horas de vuelo, y se escabulló al baño de la habitación. Sacó de su bolsillo una Pepa Negra y se la tomó. Calculó que tardaría unos quince minutos en hacerle efecto, así que tragó un buen chorro de agua del grifo y salió.
Anne-Marie se había desvestido y mostraba sus carnes blancas y fofas embutidas en un sensual y monstruoso modelo de lencería que le habría costado una fortuna. Mario la agarró y la sobó todo lo que pudo sin deshacer una sola puntada de la blonda antes de sugerirle que se diera un baño refrescante, así hará efecto la pepa, pensó.
Cuando salieron de la habitación para cenar, la gringa mostraba claros síntomas de cansancio que le valieron las miradas de aprobación de los camareros mientras esperaban en la fila del buffete libre.
Aun le costó un buen rato de trabajo más que se durmiera…
Por la mañana se deshizo en excusas y salió, dejándola sola en la habitación hasta la hora de almorzar. Cuando regresó al cuarto, Anne-Marie lo abrazó entre sollozos de loca hasta que consiguió saber dónde había estado. Mario le explicó que su madre estaba enferma, y que había ido al hospital, pero que al carecer de un seguro médico en condiciones, no la habían atendido y ahora tendría que salir todos los días, y alguna noche, recalcó, para atender a su santa madre. La gringa se secó los mocos y las lágrimas y se levantó, sacó una cartera de piel de una de sus bolsas y entregó un fajo de billetes de cien dólares a Mario, que ya la esperaba de pie con la mano extendida. Guardó la pasta, e hizo el amago de llevarla en brazos hasta la cama, pero se limitó a abrazarla y darle pequeños achuchones en círculos, como si arrastrara una gran botella de gas, hasta el colchón sobre el que gastó todas las Pepas Negras que llevaba consigo.
Por la mañana le aseguró que saldría únicamente a arreglar el tema del hospital de su madre, y que regresaría al medio día. Para cuando llegó, Anne-Marie se había vestido, almorzaron en el buffete del hotel y salieron de compras. Le rescató unos dos mil dólares americanos en regalos, zapatillas, pantalones, joyas, gafas, un teléfono último modelo que sólo utilizaría para conectarse con ella, “no excuses now”, le hizo saber, camisas, un par de gorras y una cartera de piel para que guardara las propinas.
Mario sentía el estómago dolorido por el exceso de estimulantes, y cada vez que iba al baño tenía que buscar una excusa para salir de la habitación y cagar en los baños públicos del hotel a riesgo de matar a la vieja. En un par de veces, volviendo de los baños, enganchó a una dependienta que le hizo pasar el mal gusto de boca en los probadores de la tienda. Por lo menos con ella se ahorraba un par de pastillas… También sentía mareos y vértigo, pero era lo normal después de una semana de tomar Pepas Negras, La pela y embadurnarse la punta de la polla con crema de tigre.
Cada vez se le hacía más cuesta arriba entrar en aquella maldita habitación decorada con tonos pastel, cuadros con vistas de mar cuadriculadas, muebles oscuros y esquinas brillantes. Odiaba el color de la piedra coralina que adornaba los baños, el óxido que se hacía en la parte inferior de los grifos y le asqueaba pisar aquella bañera en la que se habrían bañado, antes que él, docenas de miles de personas. No podía evitar pensar en todas ellas, y entonces lo único que lo calmaba era crear una crisis ante Anne-Marie que se saldaba con un paquete de cuartos que dejaba deslizar en su cartera nueva. Por fin, al cabo de nueve días y ocho noches, la ayudó a empacar todo su equipaje después de asegurarse que entre esos enseres no quedaban más que los veinte dólares que necesitaría para pagar las tasas aeroportuarias de salida.
Subieron en el mismo carrito que los había llevado el día de la llegada, “is our destiny”, dijo la vieja mientras el bellboy saboreaba su propina y relajaba con Mario por la semana vivida.
Hicieron check-out y la metió en un taxi envuelta en quejas porque Anne-Marie pensaba que la acompañaría, como enamorados en Casablanca, hasta el aeropuerto. Se aseguró con el taxista de que la dejara en la terminal correspondiente a Air Canadá y se marchó.
Apenas había alcanzado el parking del hotel para subirse en su yipeta cuando su nuevo iPhone escupió una bachata. Mario miró la pantalla y respondió, “mon amour, oui, demain je serai à l'aéroport pour toi. Mais oui, bien sûr je t'aime juste a toi, Roussie”, pulsó sobre el botón rojo de fin de llamada y se echó el teléfono al bolsillo. Después abrió la cartera y contó, casi cinco mil dólares americanos si descontaba lo que había gastado en pastillas, condones y alcohol. Con los otros cinco que pensaba conseguir de la francesa daría justo lo que le faltaba para comprarse la yipeta del año que el dealer de San Francisco le había prometido guardar para él, y sólo para él.