El olor a salitre había enraizado en mis pulmones y aún hoy siento cómo me abrasa en cada aspiración. El reloj del puerto anunciaba el amanecer y. abriendo cortinas de niebla, el Deneb se acercaba a la costa. Me abracé a mí misma sentada en una hedionda caja de pescado vacía, mientras el gris enfermizo del cielo inundaba mi fuero interno como una nube de gas letal. El barco atracó y, en la cubierta, empezó el ritual de a bordo en el que preparaban al viejo Deneb para su merecido sueño de siete días, tras el que zarparía de nuevo mientras yo, y la mayoría de las esposas de los marineros rezábamos para que el furioso mar picado no los engullera con sus fieras fauces añil y ceniza.Pero yo no era una de esas esperanzadas esposas que habían pasado la noche asando algo de carne, y que irían a recibir a sus amados esposos rodeadas de risueños hijos. Ni pasaría el resto de la semana usando perfume, llevando flores en el pelo y besando unos labios que saben a sal.Yo no pasaría la noche entre los brazos del capitán.Llevaba mi vestido más bonito, azul brillante, para él, para sus ojos de tormenta de verano, para sus castigadas manos de pianista, para su pajizo cabello y el recuerdo trémulo de su boca. Llevaba mi vestido más caro para un hombre que quizá solo dejase escapar una furtiva mirada hacia mí; que quizá ni me buscase. Un hombre que esa noche amaría otras curvas y aspiraría otro aroma y abrazaría otra cintura en su sueño…Y es que lo único que su esposa y yo compartíamos era el dolor sordo y latente de su ausencia que nos mordería el corazón el próximo domingo.El capitán fue el último en abandonar el barco, como estipula el protocolo. Y fue corriendo a abrazar a su fiel esposa y a sus hijos. No reparó en mí, no se escabulló entre el gentío buscándome como siete inviernos atrás hizo, jurándome que ningún fuego que no fuese el de mis cabellos podría salvarlo del frío glaciar del que el mar había hecho enfermar su alma. Tampoco me regaló, la última noche en tierra, su piel curtida por el sol y el oleaje, ni sus lascivas caricias de marinero, ni su aliento de desesperanza y noches a la intemperie.Pero yo lo vi; hermoso, y algunos meses más viejo, más triste. Y una vez más, ese instante, ese breve y duro instante de promesas vacías y soledad sonora dio sentido al latir de mi pecho.Aunque esa noche otros senos lo turbaran, otros labios lo embriagaran, otras caderas lo hiciesen suspirar… Aunque jamás hubiese pensado volver del viaje al que partió tras amarme una sola noche… Aunque yo no hubiese sido más que un delirio que él creyó preámbulo a su muerte…Yo volvería a acudir al muelle a verlo partir, a llorar todo un océano gris ceniza y azul brillante y rojo fuego… Como cada cruel domingo, cada seis meses, desde hacía siete años.
Autor: Lendidiosa.