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Lágrimas de cemento, sonrisa de titanio

Publicado el 12 diciembre 2012 por Jordi_diez @iamxa

Lágrimas de cemento, sonrisa de titanioEs un post difícil el que voy a escribir hoy. 
Hace apenas unas horas me he hecho una pregunta que continúa sin respuesta, una pregunta que voy a trasladar a los que leáis este artículo y que, ya os aviso con antelación, creo que también os va a quedar flotando cual tarea de Windows sin resolver.
La pregunta en cuestión es: ¿Por qué sonríe la gente que no tiene nada?
Os pondré en situación. Hace unos meses leí un excelente artículo en la revista/periódico local, Bávaro News, firmado por la redacción, en el cual presentaban a una persona que captó mi atención desde el primer segundo, María de Villa Esperanza, a quien el magnífico hacer dominicano ya le ha comido el “de” y la ha apellidado con el nombre del lugar en que vive y trabaja. María es una persona que dejó todo lo que tenía, o sea nada, y se dedicó a levantar una escuela para niños que no tienen opción de ser escolarizados por muchos motivos. En República Dominicana estos motivos son infinitos, por lo que no los detallaré. Después de muchos sinsabores, esfuerzos, baldíos unos y fructíferos otros, ha conseguido crear una escuela con un patio, dos baños y tres mini aulas donde se dan clases ininterrumpidas de siete y media de la mañana hasta las ocho o nueve de la tarde, variando el alumnado de niños que apenas comen sólido con adultos de todas las edades en sus horas más tardías.
Lágrimas de cemento, sonrisa de titanioLlevé la revista abierta por el artículo de María Villa Esperanza varios días en el salpicadero del coche hasta que al final un día me decidí a buscarla. Cerré la oficina y, con la excusa de que me iba a visitar las obras de una nueva autopista, me adentré en las calles de la Villa Esperanza, o Villa Plaibú, como también la llaman porque la mayoría de las chabolas están hechas de “plaibú”, o cinc. A pocos cientos de metros de uno de los residenciales más espectaculares del mundo me perdí entre callejones creados por el amontonamiento de chabolas, gente, niños, animales y todo tipo de artilugios, hasta que llegué a la “escuelita”. Aparqué el coche y bajé. No hizo falta preguntar por doña María, pues una señora de edad con la cara gris “portland”, arrodillada, que cargaba cemento con sus manos y lo echaba sobre la mezcla con que estaban cubriendo el patio de esa escuela, se levantó y vino a ver qué quería. Le expliqué brevemente mis modestísimas intenciones y de sus ojos grises comenzaron a brotar lágrimas de cemento. Al cabo de un rato, unas manos dignas de obrero de la construcción, o de la minería, pasaron el dorso sucio por la cara, secaron los surcos que el agua había dejado en su rostro, y seguimos hablando. 
Desde entonces nos hemos visto algunas veces más, aunque casi siempre la comunicación con ella es por medios que me ayudan a esquivar el contacto personal. Hoy he ido a verla y me ha mostrado, orgullosa, el patio acabado con el suelo de cemento que estaba colocando durante nuestro primer encuentro, me ha enseñado las tres aulas (entonces cerradas por las obras del patio), apenas de seis u ocho metros cuadrados, llenas de hombres y mujeres que aprendían a sumar y restar en dos de ellas, y a escribir en la tercera. Una canasta de básquet en medio del patio y cientos de guirnaldas adornando el espacio, algunas confeccionadas con basura y otras recicladas de la misma fuente. Estaba feliz, no dejaba de repetirme lo hermoso que estaba quedando, lo contentos que quedarían los niños cuando lo vieran iluminado con unas luces que no sé de dónde ha sacado. Bonito, ¿verdad?, decía sin parar de imaginar una realidad que sólo existía en su mente, la imaginación del visionario que hace ver bonito lo que está hecho de miseria y necesidad, pero también de entrega, amor y generosidad.
Lágrimas de cemento, sonrisa de titanioHoy hemos conversado un poco más, aprovechando que era tarde, y me ha contado algunos episodios de su vida, que ha tenido tres hijos, dos niñas y un niño, de los cuales sólo conserva con vida una de las niñas, que además tiene una grave deficiencia en el oído y en el habla, lo que la convierte, en esta sociedad, en una carga intensa. Que tres nietas, una de su hija fallecida y dos de “la muda”, como ella misma la llama, la propia muda y ella viven a un par de decenas de metros de su obra capital, en una chabola que cuando pasas por el frente lo que menos imaginas es que aquello está habitado. Que no tiene más ingresos que la caridad de sus vecinos, los cuales tampoco no andan muy sobrados de recursos.
Me ha hablado del único hijo varón y de como falleció trabajando ella de camarista, denominación profesional de las señoras que limpian las habitaciones de los hoteles de la zona, y cómo no pudo hacer nada porque en el bolsillo sólo tenía el equivalente a diez céntimos de euro. Y otras historias que ya no he podido asimilar quedándome anclado en la imagen de una madre con un niño pequeño muerto en sus brazos y sin poder hacer nada más que persignarse o llorar, o ambas cosas.
Sin embargo María ríe más en una hora de lo que yo, con una posición en todos, o casi todos, los aspectos de la vida a años luz de la suya, lo hago en una semana.
Gracias a su trabajo y a su constancia hoy son más de trescientos los niños que hacen turnos y acuden alguna vez por semana a la escuela, de los cuales muchos son fijos, claro. Pelea con las autoridades para que la escuela sea reconocida, y ella misma se ha apuntado a la universidad de Higüey, consciente como es de sus carencias docentes, para dar una educación de más calidad y tener, además de los profesores voluntarios que acuden por horas, un título sobre el que soportar la escuela. 
Sé que hay muchísimos ejemplos como el de María, y el ponerla de protagonista de este artículo no es por rendirle un pequeño homenaje (que lo merece en un medio de difusión mundial), sino para volver al principio de este post y repetir la pregunta que sé que me va a tener en vela otra noche más:
¿Por qué sonríe María, por qué es feliz?


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