Hace apenas unas horas me he hecho una pregunta que continúa sin respuesta, una pregunta que voy a trasladar a los que leáis este artículo y que, ya os aviso con antelación, creo que también os va a quedar flotando cual tarea de Windows sin resolver.
La pregunta en cuestión es: ¿Por qué sonríe la gente que no tiene nada?
Os pondré en situación. Hace unos meses leí un excelente artículo en la revista/periódico local, Bávaro News, firmado por la redacción, en el cual presentaban a una persona que captó mi atención desde el primer segundo, María de Villa Esperanza, a quien el magnífico hacer dominicano ya le ha comido el “de” y la ha apellidado con el nombre del lugar en que vive y trabaja. María es una persona que dejó todo lo que tenía, o sea nada, y se dedicó a levantar una escuela para niños que no tienen opción de ser escolarizados por muchos motivos. En República Dominicana estos motivos son infinitos, por lo que no los detallaré. Después de muchos sinsabores, esfuerzos, baldíos unos y fructíferos otros, ha conseguido crear una escuela con un patio, dos baños y tres mini aulas donde se dan clases ininterrumpidas de siete y media de la mañana hasta las ocho o nueve de la tarde, variando el alumnado de niños que apenas comen sólido con adultos de todas las edades en sus horas más tardías.
Desde entonces nos hemos visto algunas veces más, aunque casi siempre la comunicación con ella es por medios que me ayudan a esquivar el contacto personal. Hoy he ido a verla y me ha mostrado, orgullosa, el patio acabado con el suelo de cemento que estaba colocando durante nuestro primer encuentro, me ha enseñado las tres aulas (entonces cerradas por las obras del patio), apenas de seis u ocho metros cuadrados, llenas de hombres y mujeres que aprendían a sumar y restar en dos de ellas, y a escribir en la tercera. Una canasta de básquet en medio del patio y cientos de guirnaldas adornando el espacio, algunas confeccionadas con basura y otras recicladas de la misma fuente. Estaba feliz, no dejaba de repetirme lo hermoso que estaba quedando, lo contentos que quedarían los niños cuando lo vieran iluminado con unas luces que no sé de dónde ha sacado. Bonito, ¿verdad?, decía sin parar de imaginar una realidad que sólo existía en su mente, la imaginación del visionario que hace ver bonito lo que está hecho de miseria y necesidad, pero también de entrega, amor y generosidad.
Me ha hablado del único hijo varón y de como falleció trabajando ella de camarista, denominación profesional de las señoras que limpian las habitaciones de los hoteles de la zona, y cómo no pudo hacer nada porque en el bolsillo sólo tenía el equivalente a diez céntimos de euro. Y otras historias que ya no he podido asimilar quedándome anclado en la imagen de una madre con un niño pequeño muerto en sus brazos y sin poder hacer nada más que persignarse o llorar, o ambas cosas.
Sin embargo María ríe más en una hora de lo que yo, con una posición en todos, o casi todos, los aspectos de la vida a años luz de la suya, lo hago en una semana.
Gracias a su trabajo y a su constancia hoy son más de trescientos los niños que hacen turnos y acuden alguna vez por semana a la escuela, de los cuales muchos son fijos, claro. Pelea con las autoridades para que la escuela sea reconocida, y ella misma se ha apuntado a la universidad de Higüey, consciente como es de sus carencias docentes, para dar una educación de más calidad y tener, además de los profesores voluntarios que acuden por horas, un título sobre el que soportar la escuela.
Sé que hay muchísimos ejemplos como el de María, y el ponerla de protagonista de este artículo no es por rendirle un pequeño homenaje (que lo merece en un medio de difusión mundial), sino para volver al principio de este post y repetir la pregunta que sé que me va a tener en vela otra noche más:
¿Por qué sonríe María, por qué es feliz?