Vestía ropas desgastadas y un par de ojotas. Sus movimientos eran lentos, como si temiera estropear el suelo que pisaba. Parecía no haber comido por semanas. Pero no mendigaba ni tampoco aceptaba limosnas.
Solía pararse en la esquina de la plaza y mirar a la gente. Al principio los policías que recorrían la zona le pedían que se moviera, pero luego, se hizo tan habitual, que dejaron de ver en su persona una amenaza para los demás.
De vez en cuando, algún desprovisto de prejuicios se detenía a conversar con él. Aunque no eran demasiados. Era un hombre instruído, que estaba muy informado de lo que sucedía en todo el mundo.
La única vez que me detuve a hablar, tuve que reconocer que la impresión que tenía de esa persona, era totalmente errónea. No soy de hacer preconceptos, pero con ese hombre los había hecho.
Recuerdo que la charla se dio por casualidad. Al pasar por esa esquina, se me cayó el diario que llevaba bajo el brazo. Creo que fue por querer mirar la hora en el reloj. No me había percatado, pero escuché su voz.
- Señor, se le ha caído el periódico.
Al levantar la mirada, me topé con su fisonomía tantas veces vista. Luego observé hacia atrás y vi el diario desparramado en el piso.
Le agradecí y al cabo de unos minutos estábamos comentando los titulares del periódico. Me sorprendí sobremanera al notar los conocimientos de esta persona, la percepción de la realidad y principalmente, sus posturas sobre la política, la sociedad y las relaciones internacionales.
Le pregunté por qué la vida lo había llevado a esa situación de calle. Fue la única sonrisa que le vi.
- La vida no lleva a nadie a ninguna parte. Es uno el que para bien o mal tomas las decisiones. Quédese tranquilo con mi realidad. ¿Acaso me ve mal?
Y sinceramente, con esas vestimentas, esa forma de moverse, el hecho de estar allí parado como un mendigo, me daba toda la sensación de que era una persona que pasaba por una mala realidad. Se lo dije. Me palmeó el hombro y luego nos despedimos. Ni siquiera aceptó que lo invitara con un café.
Pasé muchas veces por esa esquina y en más de alguna ocasión cruzamos un saludo, pero nunca repetimos la charla. Luego, dejó de aparecer. Me imagino que todos sospechamos lo mismo: había pasado a mejor vida. O bien, quizá alguno con mayor esperanza o menos negativismo, que se había ido a otra ciudad.
Pero anoche, al sintonizar las noticias no debo haber sido el único que recibió lo que mostraban las imágenes con sorpresa. Es decir, con más de la normal.
El informe en vivo mostraba una majestuosa nave espacial descendiendo sobre el centro de Madrid, con miles de personas que se acercaban para apreciar el extraño acontecimiento. En los rostros se podía palpar la incertidumbre, el miedo y hasta la incredulidad. Los noticieros anunciaban que el descenso había sucedido sin previo aviso y que hasta el momento, no había existido contacto alguno con el interior de aquel gigantesco OVNI.
Minutos después se abrió una compuerta enorme y por allí salieron cuatro seres extraterrestres. Los reporteros y la gente hicieron un silencio. Aquellos seres eran como nosotros. Y el que tomó la palabra, para hablar en un claro español, ya no vestía ropas desgastadas y un par de ojotas, ni se movía lento y temeroso, pero era el mismo individuo que durante tanto tiempo había estado parado en la esquina de nuestra plaza.
Me quedé en silencio. Él no. Fue tan claro que me estremecí. En pocas palabras anunció que tras años de estudiarnos, habían decidido que era hora de marcharse, dejarnos solos.
- Ciertas cosas, no tienen remedio - concluyó.
La compuerta se cerró y la nave desapareció.
Con estremecimiento comprendí que ahora si, estábamos solos en el universo.