Hay noticias que tienen efectos regresivos en las retozonas mientes de quien esto escribe. El aumento de la ratio de alumnos por aula, o por profesor, y alguna que otra conversación me ha llevado a dar un salto hacia atrás en el continuo espacio-tiempo, enfocando las meninges en los últimos años de la horrenda (aún tengo terribles y sudorosas pesadillas con Formula V) década de los setentas del siglo pasado.
El último colegio al que asistí tenía una organización ciertamente particular. Poseía una especie de sucursales en dónde solo se daba lección hasta tercero. Los niños recibían cuarto y quinto en el edificio de dos aulas llamado «San Fernando» pues estaba en la calle de ese nombre (ahora, en la misma finca están las oficinas del Servicio de Empleo de Castilla La Mancha en una pirueta trágica y reveladora) mentado en «Don Antonio, el maestro». Las niñas pasaban directamente al edificio matriz, sin pasar por «San Fernando» ni cobrar las veinte… digo, sin disfrutar de bucólicas tardes en las eras.
A partir del sexto curso convergíamos todos en la central, ese año los maromos seguíamos agrupados por sexo. El colegio estaba pared con pared con la maternidad, lo que daba lugar a muchas confusiones (—¿Tú también estás esperando un niño, Jesús? —¡Qué coño! Es que estoy así de gordo. Etcétera). Cómo se conoce el baby boom ese les pilló como a Reguillo, hicieron deprisa y corriendo una nave, dividida en dos clases y metida en el patio de la clínica, a la que llamaban «la isla». En el aula del fondo, pegada a la maternidad, estaba octavo, mixto. Los de sexto estábamos delante, casi cien maromos recién púberes y completamente cerriles tras dos años en la arcadia de la calle San Fernando, que jaleaban a las chicas del último curso cada vez que pasaban a clase.
Nos trataban como a ganado. Recuerdo a un profesor de matemáticas, de la Alameda de Cervera, provincia de Ciudad Real y pedanía de Alcázar de San Juan, al que llamábamos «Drácula» que nos sacó al patio a todos y nos hizo pasar uno a uno, enhebrándonos un zurriagazo con la correa, por un quítame allá unos cristales rotos. Desde ese día además de por el apellido del príncipe rumano, también nos referíamos al él mentando el oficio al que, suponíamos, se dedicaba su señora madre.
Como la zona del colegio era inmensa, nos acompañaban en el camino de la educación chicos de zonas y barrios ciertamente conflictivos, con el puño suelto y el guijarro siempre a mano. Nuestro tutor, un inmenso y velludo profesor de francés, optó por colocarnos en las mesas según el orden de las calificaciones. Creo que fue por instinto de supervivencia por lo que me convertí en un brillante estudiante, prefería la meliflua paz de las primeras filas repletas de empollones, al vértigo, los guantazos y las violentas trastadas del Harlem de las últimas mesas, donde no llegaba el ojo avizor del maestro de turno.
El piso era de cemento, lo recuerdo siempre con polvo. Los de los últimos lugares se orinaban en la clase, tapándose unos a otros. Había días, sobre todo tras el recreo, en que el olor era insoportable. De vez en cuando, dependiendo de la bonhomía del maestro, montábamos una algarada, una suerte de incruentos motines que consistían en dar golpes en las mesas y patalear, hasta que llegaba nuestro agreste director con la punta de un farias en la boca y un ojo entornado y nos llamaba al orden.
Tras las navidades, los de las mesas de atrás empezaron a desaparecer, primero de uno en uno, después por grupos. Al final del curso la mitad de nuestros compañeros ya no iban a clase. De vez en cuando nos encontrábamos a alguno por la calle vestido con mono y las manos llenas de grasa.
Aquel curso transcurrió como una película de Berlanga, incluso en blanco y negro ya que no recuerdo ningún color, marcando mi futura forma de ver las cosas.