Las personas somos como las casas, desde fuera sólo se advierte la fachada, las ventanas, la apariencia, el color; por dentro diferentes estancias, con entradas principales y algunas con entradas de servicio.
Con lugares para relajarse, tranquilos; otros para los amigos, bulliciosos.
Con halles y comedores para los compromisos y cocinas para la familia.
También tenemos trasteros, con trastos inútiles, viejos muebles con viejos recuerdos. Álbumes de fotos con recuerdos llenos de nostalgia, melancolía o inquietud.
Algunas casas tienen imponentes jardines de bienvenida pero cuando entras en su espectacular apariencia están vacías por dentro. No hay sustancia, no hay esencia. No hay historia, ni explicación alguna.
Otras en cambio pueden tener una triste entrada con hierbajos y mal cuidada en apariencia pero cuando consigues atravesar sus espinas, suciedad y desaliño, cuando indagas cómo entrar y encuentras el camino a su jardín privado te descubren el más dulce de los rincones, las más delicadas flores, los espacios más entrañables acogedores y agradables de cuantos hayas estado. Te hacen sentir bien.
Acogida. Cuidada. Mimada.
Por un instante te sientes privilegiada de haber sido invitada. Elegida.
Pues las personas como las casas, no le abrimos la puerta a cualquiera, no dejamos entrar a la primera de cambio. Hay personas selectivas que les cuesta mucho abrir sus puertas a desconocidos. Y hay que trabajar, esperar y convencer para que te dejen entrar en algunos recovecos de intimidad.
Pues no a todo el mundo abrimos todas las ventanas. Ni siquiera las mismas ventanas.
Al jefe le mostraremos aquello que queramos que vea de nosotros.
A la familia le abriremos otras ventanas.
Con los amigos nos mostraremos de otra manera y serán otras ventanas o puertas las que abriremos.
A nuestra pareja le guardaremos el más delicioso de los espacios.
Pero hay rincones de nuestra personalidad, de nuestros miedos e ilusiones que no le mostraremos a nadie. Y aquella persona, especial, que consigue entrar, que encuentra para tu sorpresa, sin permiso, la manera de ignorar tu sucia entrada, de no dudar entre las puertas que debía abrir, de dirigirse derecha y firme hacia el rincón del armario que esconde un paso secreto que ni tu conocías y accede al jardín de tus secretos más desconocidos y maravillosos.
Esa persona.
Sencillamente no quieres que se marche.
No puedes dejarla ir.
Esa persona ha olido tu olor, se ha sentado en tu preciado sofá y ha sorbido tu esencia.
No puede entrar y salir.
Bendices que encontrara el camino, que utilizara esa íntima estancia tuya.
Que abriera las ventanas, que descorriera las cortinas, que entrara la luz y el aire fresco.
Es curioso que haya personas que se queden con la simple apariencia de una entrada descuidada, de un jardín de acceso lleno de espinas. Dentro puede esconder pequeñas maravillas.
Vale la pena al entrar en ciertas casas, preguntarte donde estará el sofá delicado y tierno, de mullidos cojines. De cómodo asiento. Reservado para ti. Esperando tu llegada.
Todas las personas guardan un recoveco de dulzura, un gramo de simpatía, un kilo de bondad, toneladas de cariño dispuesto a compartirlo. Con el invitado adecuado.
¿Eres tú ese invitado?
Metafórica.
La Suelta.