Nunca nos pondríamos a rebuscar posibles tesoros escondidos entre las cosas de la familia de los otros. Pero si la casualidad te lleva a visitar su vieja casa, se te puede enredar entre los pies algún trasto antiguo, un cajón lleno (llenísimo) de carcoma que estaba a punto de sucumbir a las llamas de alguna hoguera.
Entonces, puede que te atrevas a preguntarle a los otros si es que lo van a tirar, y es probable que los otros te miren raro y te contesten que si lo quieres es tuyo, pero que poca cosa vas a hacer con él.
Y entonces tú, toda contenta, te lo llevas a tu casa (o a la de los tuyos), y te esmeras en eliminar la carcoma, en lijar y relijar, en limpiar, en pensar que cómo lo pinto porque, aunque sabes lo que quieres desde mucho antes de haberte encontrado con el cajón, no sabes cómo conseguirlo. Porque quieres esto, pero claro, y esto ¿cómo lo hago yo?
Y cuando ya lo tienes a fuerza de consultar, probar (diversas anilinas semi-transparantes y pinturas al agua), y errar, acabas aprendiendo cuál es el volumen exacto de líquidos que debes mezclar (al fin te has decidido por pintura al agua) para obtener la saturación deseada. Entonces, escoges los colores (algunos los inventas, como el naranja o el gris), la brocha y te armas con un trapo viejo para frotar en algunas partes y darle ese efecto casi sin efecto que buscas.
Y cuando ya ves todo de color, te das cuenta de que le falta suavizar el tacto, y te decides por la cera, porque no quieres que desaparezca esa sensación de madera embrutecida.
Y al fin paras, y te detienes a contemplar el resultado. Y en ese momento no sabes cómo ha sucedido que el cajón se ha convertido en el baúl que algún día fue, olvidando su reciente vida de tablas inservibles.
Y como tenía un sello en un lateral cuyo texto era imposible dilucidar, pues te lo inventas en homenaje a la dueña del cajón-baúl, que es la abuela de los otros, que te miró entre extrañada y emocionada cuando le aseguraste que harías algo bonito con aquel trasto viejo que no valía para nada.