Dos de la madrugada y sigue hilvanando las pruebas que hará mañana. A Marisa la blusa bordada por su madre. El escote le queda pequeño y hay que añadir tela en los costados, sus pechos se han quedado atrapados entre las costuras a punto de estallar.
No le gusta esta parte del trabajo, prefiere la máquina de coser, una Alfa reluciente comprada a plazos. El ruido de la rueda le mantiene despierta. Queda una semana para la fiesta grande del pueblo y sus ojos, entre puntada y puntada, se cierran sin darse ni cuenta.
Todos se preguntan cómo aprendió a coser con esa maestría si nunca hizo ni un curso de corte y confección. Sus faldas de capa adquieren vida en las caderas de sus amigas y clientas.
Desmañada para todo, incluso decían de ella que era muy mala cocinera a pesar de la fama de quienes la precedieron, era una verdadera artista con la aguja, el hilo y el papel de seda. Con cuatro puntadas era capaz de enjaretar la pieza más difícil y complicada y hacer que cayese bien en el cuerpo —algunas veces poco agraciado— de sus clientas.
Una hermana suya, mas lista, más valiente y más guapa hizo un anuncio para el cine de máquinas Refrey. Mucho más profesionales que su modesta Alfa (“Con Alfa coser y cantar, adelante y hacia atrás”), en nuestra ciudad había un distribuidor de la cosedora gallega, amigo de Chicho Freire, el propietario de la fábrica. Buscaban una belleza racial y carpetovetónica, una suerte de Conchita Velasco en Las chicas de la Cruz Roja. Encontraron a su hermana, mezcla de Conchita y Sarita (la Montiel, claro, a la que conocían las dos hermanas, habían jugado con ella en el pueblo de al lado, donde tenían abuelos las hermanas y la futura estrella, en la misma calle. Cada vez que la veía en el peremnemente prendido televisor de la salita, recordaba que se llamaba María Antonia “La Pelona”).
Ella casi siempre fue sumisa mientras que su hermana no cejo en su rebeldía. Nunca se dejo dominar por el padre que no entendía de sexo ni de edades. A ella —piensa mientras aprieta mecánicamente la aguja con el dedal, traspasando la tela blanca de la blusa— se la llevaron con apenas cinco años al fin del mundo, a mantenerle viva la lumbre a padre mientras el labraba y a hacerle compañía. Nunca dijo nada, ni cuando vino el obispo y se tuvo que ir, a pesar de que tenía preparada una bandera y unos calcetines blancos.
La hermana, una vez que conducía un carro de mies camino de la era y el padre le dijo alguna de aquellas calculadas y humillantes frases que acostumbraba, se le subió la sangre a la cabeza y ciega de la ira arreó las mulas en dirección al progenitor; si no se hubiese apartado de la tría se lo habrían llevado por delante las caballerías desbocadas.
De todas formas, no se quejaba de su destino de soltera modista. O costurera. Arreglando prendas una y otra vez para una clientela menestral y a la que tenía que fiar los apaños. En madrugadas como aquella, de prisas y dificultad, se daba ánimos recordando la vez que no se dejó llevar por la corriente. Cuando se le subió la sangre a la cabeza como a su hermana.
Le tenían preparado un novio pudiente y vecino de tierras, bastante orgulloso, pero con el que iban a juntar una partida de viñas importante. El padre ya soñaba con el matrimonio, una de esos arreglos endogámicos y de conveniencia, tan frecuentes en los pueblos. El noviete se las tenía todas consigo y la trataba sin excesiva delicadeza.
En la fiesta grande, la misma para la que afanaba arreglando la blusa, su futuro esposo la llevó al baile. El tipo no bailaba ni a la de tres. Cuando la orquestina atacó Suspiros de España, su pieza preferida, le pidió que la sacase a bailar. Él accedió con condescendencia. El gañán era un paraguas bailando, ella aguantaba los pisotones, hasta que en el décimo, se le subió la sangre a la cabeza, como a su hermana:
—¡Eres muy tonto! ¡Ya no aguanto más! ¡Vete con tu madre, hermoso!
—Eres la primera a la que pretendo que me dice eso. —respondió el mazorco sorprendido.
—Y tú eres el primero que me pretende que me pise tantas veces.
(Compuesto a cuatro manos con @awakates )