UNO
Érase una vez un espino hermoso que creció solo y libre en lo alto de un cerro. Tenía por amigos al viento y al mar, a la noche y al estío, a las estrellas, la lluvia y al sol bravío.
Pero un día de abril, de un año cualquiera -¡qué más da para esta historia!-, el silencio fue inoculado por un penetrante ruido.
¡Pobre espino envejecido!
Su tronco, quebrado por los mordiscos de un serrucho de dientes apretados, regó sobre la tierra flores, cortezas y ramas.
Un manto flotó en el cielo.
-¡Míralas! ¿Las ves? ¡Allí! -gritó el leñador- ¡Son las gaviotas que hilvanan con sus alas una bandera blanca!
La savia corrió ligera por el tronco del espino y en su caída besó las gotas del rocío y el cristalito de sal que le había regalado el encrespado mar.
¡Mar verde como la esmeralda, alargas las olas, las lanzas, deseando abrazar al amigo ya caído! Aquel que un día ostentó, moviendo ramas al viento, la bandera de los vivos.
Era el árbol verde intenso, tan verde como las olas del inabarcable mar.
¡Pobre espino envejecido!
DOS
-¡Mira! -dice la madre a la amiga con una sonrisa austera mientras abre la sombrilla para distraer al sol- ¡Ahí viene el niño!
El hijo llega corriendo con su traje de marinero y sus zapatillas blancas, el sol ha besado su cara. Agita con sus manos el pájaro y grita desconsolado:
-¡Madre, no vuela! ¡No trina! ¡No tiene música este pájaro de madera!
La madre lo mira perpleja y responde con su aflautada voz:
-Amado, ¿es que alguna vez has visto un madero cantar? ¡Ponle voz, ponle alas, lánzalo al viento! ¡Haz que pueda volar!
En las manos de ese niño ¡renacerá el espino!