Revista Literatura
Las hazañas de John Phillips
Publicado el 18 enero 2015 por Alberto7815Buena noche invernal.Con la ilusión de que disfrutes, comparto un nuevo cuento dominical. Que te guste.Feliz semana.Un abrazo griposo, jejejej.
Las hazañas de John Phillips
El bueno de John Phillips, que tuviera apellido era un milagro, se educó en las callejuelas cercanas al Támesis, en el barrio de Richmond, entre tugurios, basura y pillastres. Su madre, una pobre prostituta de la más baja condición, siempre le dijo, tal vez no fuera otra cosa si no un cuento, que era hijo de un capitán de barco ballenero que había muerto cazando ballenas en Terranova y que se llamaba Arthur Phillips. Apenas si la pobre Dorothy le dejó al morir, vieja a sus veintitrés años, un gastado atillo con algunas libras y un papel a modo de cédula de legitimidad. Para esta pobre mujer ese papel era tan importante como el más grande de los tesoros aunque el bueno de John, con él, no pudiera hacer otra cosa que tocarlo pues no sabía leer.Fue creciendo siendo un buscavidas. Tenía ocho años cuando murió Dorothy y desde entonces, su única familia habían sido las ratas y los ladrones.Robar en los puestos de fruta o afanar las bolsas de quienes acudían a las subastas de pescado era para él lo más habitual.Y sus banquetes no consistían en otra cosa que emborracharse a base de pintas de espesa cerveza.De esta escuela salió hecho un fornido matón, rubicundo y vocinglero, que no dudaba en meterse a pelear y apostar, sabiéndose robustecido por el deporte de correr siempre huyendo y endurecido por la vida a la intemperie que siempre llevó.Su mayoría de edad no la marcará los dieciocho años si no su primer robo serio. El golpe había sido orquestado por el jefe de una banda de traficantes que buscaba a muchachos como Johnny, carne de presidio. Eso sí, quien le embarcara para semejante hazaña no sería el propio jefe, si no uno de sus esbirros.Todo fue bien y el botín obtenido cumplía las instrucciones recibidas hasta que, cargados como iban con el saco de joyas, les dieron el alto. No supieron quién era pero poco les importó. El muchacho se sentía un hombre, portando, como iba, por primera vez, una pistola. Sabían que debían correr y así lo hizo.Lo hizo hasta que tropezó con un mendigo que pedía limosna, so pretexto de que era ciego, en una esquina de la avenida donde se ubicaba la joyería.Al tropezar, cayó cuán largo era y desparramó lo que llevaba y las limosnas del inoportuno ciego. Se volvió y cegado, también él, ciego , por la ira, utilizó aquel juguete tan nuevo, aunque en realidad se tratara de un viejo Colt del 9 largo, y lo descerrajó sobre el mísero infortunado. No se paró a comprobar si lo había matado, tampoco le importó demasiado, total aquel inútil no podía verle así que no declararía como testigo contra él en el caso de que fuera detenido al fin.En los pocos minutos que transcurrieron hasta que volvió a correr, ya puesto en pie y recogida su parte, tuvo tiempo de inhalar el olor de la sangre y la pólvora, unas fragancias que a él le parecieron de dioses. Ya no podría dejar de olerlas en su vida.Pasarán los años. La larga lista de crímenes y fechorías cometidas por este rufián irán ganando en osadía. Los periódicos hablarán de un asesino en serie, mitificado por el misterio y la sagacidad de quien los comete. La guerra borrará muchas huellas, pero a su regreso, siempre adicto al olor de la sangre y la pólvora, le harán recaer.No sabe que su final se acerca.Está decidido a triunfar y convertirse en héroe. La guerra sólo le trajo anonimato y miseria. Olores a ácido, podredumbre y gases nauseabundos, nada que ver con la familiaridad de antaño.Sabe lo que hará. Asaltará el edificio de la Bolsa en la City. Lo hará a lo grande con las nuevas armas surgidas de la fiesta bélica que ha asolado Europa entera y va a traer un nuevo orden mundial.Lo prepara todo a conciencia y con el fin último, no de ganar dinero, si no de triunfar como el más grande delincuente de todos los tiempos.A las 10 de la mañana de aquel viernes de marzo de 1927 la Bolsa de Londres palpita de actividad como si del corazón de una joven enamorada se tratara.John Phillips está a punto de lanzarse, como si se tratara de aquel Hércules griego en el número trece de sus trabajos. Ya se dispone a salir en estampida hacia la escalinata pero en ese momento alguien grita.-¡A él, deténganlo! ¡Deténganlo! ¡Es un ladrón!¡JohnPhillips no puede creerlo! ¡Un viejo mendigo le ha dado el alto! ¡Otro mendigo! ¿Otro mendigo?Poco tiempo le da a comprobarlo. Enseguida es rodeado por la guardia. Pretende resistirse, pero no puede. Rápidamente es esposado y puesto en jaque.En las semanas posteriores no podrá creer que fuera desarbolado por alguien tan miserable como un mendigo. No puede entender, en su celda de máxima seguridad, cómo pudo suceder. Pero todo se aclarará cuando llegue el momento de su juicio.Ya casi a punto de concluir la ronda de testigos, al estrado llegará alguien, apoyado en un bastón blanco.Y, tras contar su historia, y cuando le pregunten por qué hizo lo que hizo aquella mañana de viernes, responderá que lo vio claro, que aquel hombre que pasó a su lado, pisando recio, olía igual que aquel otro ladrón que muchos años atrás lo dejara herido en mitad de la calle. Olía a vida perdida y derrota, a cerveza barata y a hambre. Y que seguía oliendo de la misma manera por mucho que hubieran pasado los años y la guerra y los automóviles contaminaran las calles con nuevos olores.John Phillips fue condenado a cadena perpetua y los diarios ya no hablaban de las hazañas de un asesino en serie, si no de las de un curioso testigo ciego que había derrotado al que quiso ser Hércules en el siglo XX.¿Y el mendigo ciego? ¿Qué había sido de su vida? ¿Qué sería después de todo aquello, de la fama y la prensa? ¿Quién era? ¿Tenía nombre, acaso?El Estado le otorgó una pensión y pudo retirarse de las calles. Eso sí, se ofreció a Scotland Yard para colaborar con ella en la detección olfativa de delincuentes con notables resultados en pro de la seguridad ciudadana.