Revista Literatura

Las hojas muertas

Publicado el 14 octubre 2012 por Gasolinero

El otoño es peligrosísimo, sobre todo para las cabezas. Éstas, con la caída de la pámpana, se despendolan y no hay quien las sujete. Debe ser algo arcaico, alguna de esas cosas que no evolucionan, algún recuerdo de cuando éramos salvajes, como la berrea del ciervo.

Paseas por la calle, tarareando Les feuilles mortes («Oh ! je voudrais tant que tu te souviennes / des jours heureux où nous étions amis. / En ce temps-là la vie était plus belle, /et le soleil plus brûlant qu’aujourd’hui, etcétera). Al caminar te cruzas con gente de la que no conoces nada. Ese del pelo teñido, la sonrisa falsa y los ojos grandes, por ejemplo, ese, se ha tenido que levantar del tálamo porque asume su condición y le deja el sitio a un señor que viene los jueves. No se le nota en nada, ni tiene ningún estigma que delate su circunstancia. Te lo imaginas trabajando en un banco de aquellos con máquinas de escribir Olimpia, aguantando mofas al ritmo de los tipos. Tacatatatá, tacatá, tatá, tacataca… ¡pling!Las hojas muertas

En primavera pega más tararear “Amour et printemps”, los valses son siempre más edificantes que la chanson. Mucho más.

Nunca, como digo, puedes saber lo que pasa por el interior de la gente. No somos dueños de los actos de nadie y detrás de una estampa de buen tipo, que cante “Las hojas muertas” incluso, se puede esconder una alimaña.

Un sonriente panadero, amigo de todo el mundo, una noche que libraba estuvo haciéndome compañía en la gasolinera. La entretenida y gozosa noche trajo como resultado que me faltasen mil duros —que en un descuido me sacó de la cartera— cuando por la mañana ajusté las ventas del turno.

Pocos meses después se las compuso para acabar de soplón. El bicho, que era el perejil de todas las salsas, estaba en todas partes y se juntaba con todo el mundo, siempre tenía cosas que contarles a los recientes maderos, no se sabe a cambio de qué, la vileza como todo el mundo conoce es inescrutable. Por medio de sus artimañas consiguió que encerrasen a un amigo —suyo y mío— por tráfico de estupefacientes, dos años en Ciudad Real. Le llevó al parque unos gramos de chocolate y en vez de ir el panadero, se presentó el séptimo de maderería.

—Sabemos que la mierda es de Fulano. Puedes firmar antes de las hostias, o después. A nosotros nos da lo mismo.

Cuando se corrió la voz se largó del pueblo. A Madrid. De vez en cuando venía invitando a cubalibres y repartiendo Moore a quien no lo conocía. Era como aquellos que volvían de vacaciones de Alemania dándose el pisto. Meses después vino en el ABC que habían desarticulado una banda que se dedicaba a secuestrar familias. Por la noche se metían en una casa y mandaban por la mañana al padre a por dinero con la amenaza de cargarse a todo cristo si no regresaba.

—El alegre panadero está más preso que el botijo de un juez, ¿qué te parece?

—¿Qué me va a parecer?, que ya no veo los mil duros ni en pintura.

Lleva un jersey sin nada debajo, comido de lamparones. El del pelo teñido digo. A lo mejor en vez de ser carne de epigrama como he dicho antes, es solo un ladrón de bancos, o un político corrupto que siempre está mejor visto. «…dans la nuit froide de l’oubli. / Tu vois, je n’ai pas oublié. / La chanson que tu me chantais…»


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