Las manos que me ayudan hacen suyos mis sueños e invierten meses transformando en perfecto lo imperfecto. Reconstruyen, sin modelo, lo que todos creímos que fue algún día (cada uno a su manera “en su imaginación” – como dice m) ese joyero que probablemente viajó por medio mundo, cuando viajar era, o bien un lujo de vividores que organizaban su equipaje en términos de cócteles y fiestas, y no de volumen y peso, o bien una necesidad de supervivientes que lo hacían en términos de hatillo.Las manos que me ayudan son peludas y suaves, y contundentes, y el trabajo manual es para ellas un pilar heredado de unas y otras familias, también de las que no son de sangre. Por eso, cuando hayamos el joyero convertido en caja de herramientas, destartalado y con el tapizado roído, ellas se pusieron a inventariar los enseres del interior y las mías a vislumbrar en qué se podía convertir. Porque aquel desastre de madera que se caía a pedazos tenía algo que yo respetaba: tenía kilómetros.Las manos que me ayudan, primero se rieron “pero ¿¡para qué quieres esto, si está todo roto!?”, pero luego, casi en la clandestinidad, lo fueron vislumbrando o dejándose llevar, y un día nos venían (al joyero y a mi) con una tabla, otro día nos fabricaban un cajón, y así, poco a poco, fueron conquistando al joyero, que decidió hacer su último viaje junto a esas otras manos y escaparse de las mías. Y así fue lijado y relijado, pintado y repintado, y finalmente fotografiado para que yo viera (desde la distancia física y de esfuerzo invertido) el resultado de este tándem en que se han convertido mijoyero, las manos que me ayudan y las manos que me piensan, sin las que tampoco habría joyero restaurado ni pintura roja bermellón. Porque detrás de todas las manos, de las que me ayudan, de las mías, de las unas y de las otras, siempre están las manos que me piensan, llenas de horas puestas a nuestra disposición como si fueran regalos de oro molido. Ellas son las manos que imaginan y desimaginan, que consultan, que dudan y redudan hasta acertar, aunque en el camino ese acierto se convierta en error un millón de veces antes de dar con el color adecuado o la puntada precisa, subiendo y bajando sin descanso al compás de una aguja que igual te coge los bajos de los pantalones que te tapiza una butaca o que pincha un bizcocho para comprobar si está cocido.
Las manos que me piensan y las que me ayudan, las que me ayudan y las que me piensan, tienen más arrugas, más manchas y están más resecas que cuando todo esto empezó (no el joyero, sino mucho antes, cuando yo era tan pequeña “como un garbanzo” – nuevamente m), pero son cada vez más necesarias desde que hay otras manos suaves y regordetas que tiran de mi cada día preguntando cuándo vamos a ir a casa de abuelito y abuelita.
Frontal a falta de tiradorInterior con cajoncito