Cada año llegan
las moscas a esta casa. Muchas: normales y de las grandes y de las verdes; un asco. Cada año queda menos de los mosquiteros en las ventanas, así que la invasión empeora. Estoy hablando de treinta o cuarenta en una habitación, más o menos después de la hora de comer.Afortunadamente, conocí el mejor veneno del mundo el año pasado. Siento un gusto morboso por llenar la casa de veneno disparando el aspersor y por barrer los cuerpos, con todo y lo desagradable de recoger cuerpos sobre la mesa o sobre la cama. Lo mejor es que sigue matando al siguiente día y al siguiente, y durante muchos días, en realidad. Claro que nada dura para siempre, así que un día hay que comprar otro bote y hace como una semana, cuando llegó ese momento, no había más botes de veneno en la papelería donde los compro. Conseguí uno diferente, que parece prácticamente igual de bueno, en la tienda de la esquina (un poco más barato).
Pero quiero contarles de esos días sin veneno, cuando ya se había terminado el efecto del anterior.
No me volví loca. No me alteraron. No me impidió nada, ni cuando oí zumbar mientras trabajaba, ni cuando el zumbido estuvo cerca de mi cabeza, ni cuando hacían una fiesta loca en la recámara de mi niña.
No me produjeron ni disgusto.
Bueno... obviamente no me gustó su presencia. Sí dije "moscas feas", "qué horror de moscas", así que en realidad sí me disgustaron; pero quiero decir que era un disgusto... sin alteración. Y no es que la sertralina me tuviera en un momento zen ni nada. Yo creo que es el efecto del fin del mundo.
Las moscas son señal de continuación: moscas igual que el año anterior y como las que habrá el año entrante -aunque se supone que no estaré en esta casa el año entrante-. Moscas porque la vida sigue y nos hace ocuparnos de lo cotidiano, tan poco trascendental y, sin embargo, el contenido de nuestros días: esos días de los que queremos más.