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Las noches de Kovayashi

Publicado el 05 agosto 2010 por Blopas

No hay amaneceres amables para el Dr. Kovayashi, dado que la mayoría de las noches sufre de insomnio, y en aquellas en las que logra conciliar el sueño suele despertar agitado por las pesadillas. Como sea, varias veces por semana, más de las que él desearía, deambula a oscuras abriendo bien los ojos para no llevarse un mueble por delante. Piensa. Otras veces, salta de la cama y recala en el sofá del escritorio. Allí estudia medicina o profundiza sus conocimientos de filosofía, economía u oniromancia. No es infrecuente que algunos vecinos madrugadores, como el meterete de Scalisi, vean luz en la ventana y lo llamen para controlar si se encuentra bien. Lo conocen tanto que no se molestan cuando él les responde con economía y sequedad. Es su forma de agradecer.

Así como les sucede a los camioneros, que se fascinan con el reflejo de la luna sobre la ruta pero sufren con la luz del amanecer, Kovayashi detesta ver cómo el azul del cielo va cediendo ante el celeste. El alba, con sus gorriones, con Jorgito -el diarero-, con el eco de los primeros pasos en la vereda y, luego, con el calor del sol detrás del vidrio, le recuerda que el sueño lo vencerá en breve y que malogrará las mejores horas del día. Kovayashi contaba con esto para su viaje por China, y como de costumbre no se equivocó: desde el primer minuto funcionó como un chino más.

No obstante el cansancio acumulado luego de la caminata por el barrio y otras actividades, la trasnoche de ese sábado no se apartó de lo acostumbrado, excepto en un solo aspecto. La pesadilla (soñó con una golpiza atroz) fue tan real que aun en su cómodo sofá creía seguir sintiendo dolores en el cuerpo. Esa noche, en lugar de un libro releyó las anotaciones en su libreta viajera, y al recordar su indiferencia hacia el pobre hombre del Peugeot dentro del cráter sintió pena de sí mismo. En un arrebato se vistió y salió de su casa rumbo a Tres Sargentos. Enfrente, la silueta de Scalisi se dibujó en los cortinados del living.

El paseo nocturno le resultaba agradable; pretendía ser una sombra más bajo la luz de sodio. Caminó sobre los mismos pasos que esa mañana lo habían llevado hasta la avenida Roca. Como Tres Sargentos corría perpendicular al Río de la Plata, un viento frío subía a contramano sin más obstáculos que los árboles y su frente sudada. Relajado, Kovayashi imaginó que el ruido de sus pasos habría de viajar muy lejos sobre el adoquinado húmedo, y esa imagen le pareció poética. Cuando llegó al cráter, dos hombres lo estaban esperando.

Con el primer puñetazo, Kovayashi cayó, no pudo evitarlo. Un puntapié en las pelotas lo dobló al medio. Nunca había sufrido semejante dolor. Habría sido mejor desmayarse o morir en ese instante, pero él era tan fuerte que nunca perdió el conocimiento, y hasta se distrajo un segundo a olfatear el combustible que tenían los adoquines. Por suerte, las patadas en la espalda ya no las sintió. De repente, un silbido cortó el aire y los golpes cesaron. Una mujer gruesa de pelo amarillo se le acercó. “¿De dónde salió ésta?”, se preguntó Kovayashi, inmóvil, inerte, al tiempo que tragaba coágulos con flema y notaba (por suerte aún era capaz de notar) cómo le sacaban la billetera, el reloj, la petaca, los mocasines, el celular y la campera de cuero. Los cuatro chorros salieron corriendo hacia Perón.

Cuarenta y cinco minutos después, Kovayashi entró de nuevo a su casa. Se dio un baño caliente, muy caliente, hirviendo, y entendió cuán idiota había sido. Los moretones no se le irían en meses, y la reposición del diente perdido seguramente le iba a costar una fortuna. Por eso, en el cono de la lluvia se permitió llorar amargamente. Decidió que dormiría, pese a todo. Tan dolorido estaba que ni siquiera consideró estirar el brazo para apagar el velador. La pastillita lo hundió en un estanque de agua negra hasta el día siguiente.

En la casa de enfrente, Scalisi, frustrado, cortó la comunicación.

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