Revista Literatura

Las orejas del lobo

Publicado el 08 febrero 2012 por Gasolinero

Artículo publicado en eldiariofénix.com

Una tarde de mayo fui al baño de la última gasolinera en la que presté servicio. Un surtidor instalado por las cooperativas agrícolas del lugar para que les saliese más barato el suministro a sus socios y asociados. De aquella época recuerdo el amargo sabor del brandy y las tajadas de pollo frito que ponían de tapa en un bar cercano. Los datos anteriores no influyen para nada en el relato, pero siempre está bien dar unos retazos para ubicar al lector. En el excusado y en postura sedente, note un fuerte dolor en la tripa al que no hice caso. Lo relacioné con la fuerza que tuve que hacer para expeler el contenido de mis intestinos. Era lunes, creo.

Por la noche tuve fiebre, dolor en la cadera derecha y terribles pesadillas. Me levanté a las cinco, tomé algún analgésico y me fui a trabajar. Estaba aterido, tuve toda la mañana, de finales de mayo, el abrigo puesto. Llegué a casa, comí y tras un rato de siesta y un nuevo calmante, me fui a un taller al que llevaba las cuentas, una suerte de pluriempleo más negro que la vida de un pobre. El dolor de cadera no remitía ni con las pastillas. Por la noche de nuevo fiebre y pesadillas.

La mañana del día siguiente pasó entre fiebre, calmantes y efluvios etílicos; seguía arrecido. Por la tarde y nada más llegar a la oficina del taller tuve que encender la estufa eléctrica y pegarme a ella. Estaba malísimo. Me fui a casa, llegué desfallecido y sin casi poder bajarme del coche, el dolor de la pierna era insoportable. Le dije a Mari Carmen que me llevase al médico. En urgencias había una joven doctora, del pueblo, creo que nos conocía. Me preguntó qué me pasaba. Le dije que tenía gripe y dolor de cadera. Me pregunto con sorna que cual cosa quería que me curase. Me hizo tumbarme y me presionó en el lado derecho del abdomen con fuerza y soltando enseguida. Grité de dolor. Le dijo a Mari Carmen que me llevase al hospital, entonces Manzanares, y que no me diese ni agua.

En las urgencias del hospital me hicieron varias pruebas y me condujeron a un box. Era hora de cenar, le dije a Mari Carmen que fuese a tomar algo, pues cerrarían la cafetería y la noche parecía que iba a ser larga. Lo hizo con unos paisanos que por había por allí. Al poco rato llego un médico suramericano, con rasgos amerindios y acento suave, preguntó por mí, me identifiqué.

—¿Está usted solo? Las orejas del lobo

—Sí, mi mujer ha ido a cenar.

—¿No sabe cuánto tardará? —dijo sin levantar la vista de los folios que llevaba en la mano.

—No creo que mucho…

—Esto no puede esperar, hemos de llevarle al quirófano. —hizo una pausa, cambió el tono de voz  y sin levantar los ojos, peroró— Ha venido con una peritonitis, tarde, el apéndice lo tiene perforado y gangrenado, vamos a hacer lo posible por salvarle la vida, aunque no le puedo garantizar el éxito de la operación. Las próximas veinticuatro horas son cruciales.

Creía que aquello era producto de la fiebre, lo veía como en un sueño.

 —¿Cómo dice doctor? —le dije con la boca como el Kalahari.

Tras repetirme de nuevo que sería un milagro si no doblaba las uñas aquella noche, me hizo firmar en un papel. Llegó Mari Carmen, avisó a la familia y me llevaron a una habitación, entre tinieblas y llantos contenidos, un tipo me depiló el pubis. Me pasaron a una sala previa al quirófano, desnudo y helado; se acercaba gente vestida de verde y con sonrisa forzada a preguntarme detalles anatómicos. Tras ello me avisaron que me llevaban al quirófano. Vi al médico que me habló antes, vestido como un carnicero y con un gorro de estética soviética. Estaba cabeceando con cara larga y rodeado por la gente de verde.

Me condujeron por un largo pasillo, al fondo y asomado en la puerta de un despacho, pude colegir de nuevo al doctor. Cuando la camilla pasó frente a él, se volvió. Deduje por ese gesto que me daba por muerto. Ya en el quirófano, me trasladaron a otra cama, un tipo cambiaba la bombilla de una gran lámpara, todos los trapos, sábanas, batas, etcétera eran verdes. De un verde intenso como el de las cebadas que, deduje con una tranquilidad que todavía me asusta, nunca más vería. Una mujer me puso una mascarilla y me hizo de contar de diez a cero. En el ocho me dormí.

Nada más dormirme, eso me pareció, me despertaron.

—No me operáis, entonces no tengo solución, me vais a dejar morir. —les dije.

—Te hemos operado, tonto —me dijo una mujer— tócate la tripa y verás.

Sentí el rugoso y alentador tacto del esparadrapo.

http://www.youtube.com/watch?v=FhIFtUxHVUM


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