Las Meninas de Velázquez es un cuadro que genera desconcierto, una desazón extraña cuando te atrapa. Porque esa es la impresión que produce: es un lienzo que te arroja hacia su interior. Te abduce y conduce a una sobria estancia del siglo XVII, a un tiempo ya pasado, poblado por personajes que murieron hace cientos de años, en un recinto, el “cuarto del Príncipe” del Alcázar de Madrid, que tampoco existe, que se destruyó en un incendio.
Es, en definitiva, un inesperado viaje en el tiempo.
Hace pocos años esta sensación que describo era más intensa. Hasta 1978, el museo del Prado exponía el enorme cuadro frente a un gran espejo. Un espejo frente a otro; porque Las Meninas es, en realidad, un reflejo, una intromisión en la atmósfera del estudio de Velázquez mientras trabaja. Este efecto ampliaba la perspectiva hasta los límites del subconsciente. Uno perdía contacto sensorial con lo inmediato y se sumergía en una ensoñación fascinante y turbadora.
El cuadro, el de verdad, no lo podemos ver. Acudimos a una pinacoteca, la mejor del mundo posiblemente, y se nos escatima la visión de lo que Velázquez está pintando. Teophìle Gautier, famoso escritor y periodista francés del siglo XIX exclamó: “pero, ¿dónde está el cuadro?”
El secreto, lo que hace de “Las Meninas” una obra única se encuentra fuera de foco, en un lugar del cuadro que pasa desapercibido. Lo mejor de las Meninas, en mi opinión, es su mitad superior: el techo amplio, los ventanales que aportan luz, los lienzos del fondo en la penumbra, en la quietud. La estancia se difumina y se hace con ello tangible, corpórea.
Las Meninas ofrecen argumentos para escribir un artículo extenso. Por ejemplo: Velázquez, gran aficionado y conocedor de la astronomía, pudo aplicar claves estelares en el cuadro. Si unimos con una línea los corazones de los personajes principales se representa la constelación llamada "Corona Borealis". Puede ser casualidad, o una interpretación forzada. En general me confieso muy escéptico respecto de estas claves mistéricas que se descubren en el arte. Sin embargo, en este caso algo llama poderosamente mi atención: la estrella más brillante de la constelación es la tercera, la que corresponde al corazón de la niña. ¿Adivinan que nombre recibe esta estrella? Margarita.
Su padre, el rey Felipe IV, es un hombre desgraciado. Las preocupaciones han dejado huella en su rostro, y desde 1644 ha prohibido a Velázquez que lo pinte. El genial pintor utiliza un truco propio del barroco: muestra difuminadas las imágenes espectrales de los monarcas en un lejano espejo.
Sin embargo, hay algo que no está bien.
Las Meninas es una obra de perspectiva perfecta, en la que Velázquez incluso utilizó el "número áureo" phi para darle coherencia y empaque. Todo está en su sitio, y guarda la proporción adecuada. ¿Todo? No. Hay una discrepancia en el cuadro: el espejo.
Los reyes no deberían reflejarse en él.
Sabemos que la imagen del espejo es un añadido posterior de Velázquez ¿Por qué se vio obligado a incluir esta discrepancia formal? Para poder reflejarse en el espejo, los monarcas deberían estar volando.
Este misterio cobra fuerza por un hecho poco conocido, y realmente sorprendente. Velázquez no pintó un cuadro de las Meninas.
Pintó dos.
El segundo cuadro, prácticamente idéntico al que se muestra en el Prado, lo encontramos en un museo de provincias de Inglaterra: la Kingston House de Dorset. Matías Díaz Padrón, conservador jefe del Museo del Prado, afirma categórico que es obra de Velázquez.
Las Meninas de Dorset es, como dijimos, prácticamente idéntico; el cuadro es más pequeño, su trazo es más espontáneo y, como principal diferencia, en el espejo no aparece la imagen de los reyes. Nada hay reflejado en él.
Curioso.
¿Por qué Velázquez pintó dos cuadros? Se especula que pudo tratarse de un boceto (modeletto) que enseñar a Felipe IV; pero el cuadro está muy acabado. En absoluto es un boceto. La explicación más probable es la más sencilla: Velázquez quiso conservar una copia del cuadro por motivos sentimentales. Sería como llevar una foto de una familia a la que Velázquez quería como la suya propia: la familia de Felipe IV.
Esto me recuerda algo que leí hace tiempo sobre Leonardo y la Gioconda. Al parecer, el maestro italiano llevaba siempre consigo este pequeño retrato, al que continuamente daba un leve retoque.
Bien; acabo. Basta de especulaciones. Dejo al buen criterio del lector las respuestas a los interrogantes que Las Meninas plantean. E invito, simplemente, a que al menos una vez acepten la invitación de Velázquez a entrar en esa atmósfera de maravillas y oscuros presagios.
Como Carroll, les invito a atravesar el espejo.
Porque a menudo debemos pasar, por un instante, al otro lado. Cerrar los ojos y abrir la mente.
A la nublosa atmósfera del sueño.
Antonio Carrillo