Que triste se fue Mariana de su clase, caminando esas calles con aire de fiesta, colmadas de personas angustiadas por las compras de fin de año. Que triste es el mundo, por más que nos cansemos de sonreír y ponerle ganas. No es algo que podamos ocultar con maquillaje o debajo de una alfombra. Es la realidad y nos envuelve, aunque hagamos lo posible por cerrar los ojos.
Podemos engañarnos con buenas noticias, con creer que a todos les importa, con tragarnos los discursos de campaña y esperar que el planeta abra los ojos. Pero encendemos el televisor y nos convertimos en testigos de enfrentamientos, de guerras, de ataques con misiles, de aniquilamientos masivos, de persecuciones sin sentido, de tragedias y vanidades, del estertor continuo de la humanidad.
Maldecimos, nos ponemos de mal humor y nos refugiamos en la biblioteca. Tomamos un libro, una tragedia. Un nuevo libro, otra tragedia. Otro libro, otra tragedia. La historia es tragedia. En cada rincón el ser humano se ha bañado de sangre, ha motivado el hambre, impuesto la muerte, la condena, la tortura. Ha perseguido y ha sido perseguido. Los opuestos, el blanco y el negro, el rico y el pobre, la paz y la guerra, la vida y la muerte, el poder y la humillación.
Una tras otra, las finas capas de la historia fueron superponiéndose con el paso del tiempo, pero la humedad y el color de la sangre se ha extendido a través de la superficie y contagiando a cada generación. Así, el violento ser humano se ha reproducido durante siglos. Así lo sigue haciendo. Así seguirá sucediendo.
La gran balanza está equilibrada. Unos pocos de un lado, el resto, una multitud, del otro. Un planeta tan amplio, tan rico, en manos de elegidos. Uno existe con la sensación de tener que pagar a cada paso el precio por estar vivo, de respirar el aire que nos rodea, como si no fuera la naturaleza la verdadera dueña de nuestras vidas. La historia y los que la escriben nos han hecho creer que no es así, y hoy damos por sentado que debemos dávidas a nuestros gobernantes, a los tiranos del mundo, a los que deciden por nosotros, a los que inventan guerras a cambio de dinero, que respirar tiene un costo, que la vida es para ganarse el pan, que el planeta no es gratuito, que el sacrificio es la moneda corriente y que el hambre les toca a los que no pueden subirse al tren de los afortunados.
Mariana está triste. Se cruza a uno de "sus chicos" que cabizbajo cuenta monedas, mientras su brazo derecho hace malabarismo para no perder los pocos diarios que aún le quedan por vender. Hoy a ido a clases. Era jornada de trabajo. Recorrer las calles, vender el semanario, comer al final del día. Si sobraba algo, por ahí había algo más, algún estímulo.
Aún resuenan las palabras de una hora atrás. Mientras espera el semáforo, se quita las lágrimas con el dorso de la mano. Los coches frenan con el rojo y el paso se abre para los que esperan. Se adelantan unos niños, entusiasmados con los regalos que llevan en unas enormes bolsas. La madre los sigue detrás, cargando una bolsa con botellas.
El juego era sencillo y al mismo tiempo, divertido. Los que no sabían leer se acercaban a su oído a escuchar la consigna. Los que tenían la suerte de haber concurrido al menos un tiempo a la escuela, leían el cartelito que ella le había puesto al compañero en la espalda y trataban de representar con mímica lo que allí decía.
Los chicos, a veces dispersos, otras violentos, jugaban sin embargo en esa ocasión con mucho entusiasmo. El juego, en general, era una forma de acercarse. Sus duras vidas por un momento se abrían a otras perspectivas. Llegarían luego las horas para el dolor de estómago, para patear por unas monedas, el sobrevivir al barrio, a las juntas, volverse a calzar las mochilas con sus historias sobre la espalda con todo lo que eso significaba. Pero allí, en la clase de teatro, el juego era un abrazo cálido en medio de la gélida realidad del día a día. Y aquel específicamente, les daba un grato momento de risas, que no es poco.
El niño leyó el cartel en la espalda del otro. Dudó un segundo y empezó su actuación, con la esperanza de representar bien la frase y que los demás adivinaran. Batió las palmas, como llamando a una casa, y luego uniendo los dedos de la mano derecha por la punta, se los llevó a la boca repetidamente, como si estuviera introdujendo algo al tiempo que su mano izquierda se movía en círculos encima de su estómago.
Ella sintió un nudo en la garganta. Si los demás niños no adivinaban la frase había dejado de importarle. Ella lo entendía a la perfección. El hambre había sido representado con el batir de palmas, con ese llamado (casi siempre no contestado) esperanzado que con seguridad el niño repetía a diario, yendo de casa en casa, en un acto de supervivencia, de necesidad y urgencia.
El cartel decía: "Cuando tengo hambre me hace ruido el estómago". Los chicos arriesgaban a los gritos, tapando una voz con la otra. Mariana solo escuchaba el repiquetear de las palmas, una y otra vez. Y ese batir se convirtió en todas las palmas de alguien pidiendo que escuchó en su vida. En las palmas de niños, de mujeres y de hombres. En rostros y siluetas asomados detrás de una reja, de un mosquitero, desde la vereda misma, con una tibia sonrisa y un mismo pedido. Ese "tiene algo para darme" que nos devolvía cada tanto a la realidad, con la fuerza de un uppercut de campeón de los pesos pesados. Esa sonido hijo de la historia, de la humanidad. Esa plegaria es busca de un pequeño milagro, en el socorro del prójimo, venciendo a la humillación, a la vergüenza, porque la muerte y el hambre no perdonan ni a una ni a otra, y la supervivencia se olvida de ciertas nimiedades cuando el dolor ha doblegado ya las piernas y obliga a uno a andar de rodillas.
La clase termina, los niños vuelven a sus realidades y solo quedan las palmas en el aire. Mariana camina con el sonido en su cabeza. Sabe que no hay nadie lo demasiado fuerte como para contener el llanto ante tremenda verdad, salvo claro, aquellos que están por encima de todo, incluso del prójimo, de la solidaridad, los que se creen dueño del mundo y de todos los que lo habitan. Son los que ríen a altas horas, los que entrechocan copas con el champán más caro, los que desconocen el sufrimiento, los que hacen y deshacen a su antojo, sin importar el credo, la bandera y la nación. Los mismos que a lo largo de la historia han ido cavando la gran tumba de la humanidad, esa que de a poco, ocupamos todos.
Cuando llega a su casa, se lava la cara, respira hondo y presta atención a la calle. Quiere estar atenta, quiere que todos lo estemos. Un pedazo de pan no hará la diferencia, pero si los oídos de todos están despiertos, puede que haya un cambio. Sabe que la esperanza no viene envuelta en celofán ni tiene un moño de regalo. No se compra en las tiendas, ni con efectivo ni tarjeta de crédito. Nace en el corazón, en el sentido común y el amor al prójimo. Cree en el ejemplo, en que el ayudar puede cambiar historias mínimas, y que la lágrima puede transformarse en una sonrisa. Es una ilusa de corazón enorme, que no se resigna a creer que la vida es sinónimo de tristeza y que el mundo es en verdad un lugar hermoso.
Debe haber otra gente que piensa igual, parte de la humanidad que odia los opuestos, que sueñan con un mundo sin disparidades, donde todos estemos hombro a hombro, y sin hambre. Donde las palmas ya no se escuchen. Donde no sean necesarias.