A las Puertas del Cielo hay un agustino alemán caminando en círculos y que se acerca a las almas que llegan al Paraíso. Les cuenta (sotovoce) con ampulosos gestos y afectados golpes de cabeza su error, el que le ha llevado a quedarse extramuros de La Gloria. No es de doctrina, que Dios Nuestro Padre es tolerante con todas las creencias: su falta fue pecar de orgullo.
Las puertas del cielo son sencillas y están siempre pintadas de verde carruaje. Son una suerte de portadas de casa de labor, de dos hojas y adornadas de clavos con cabeza de gota de sebo. No muchos, todo hay que decirlo. El muro es blanco, enjalbegado e inmaculado como el alma de María. El bien suele ser sencillo y pulcro como un encalado; el mal nos epata con maniobras de distracción y puertas recargadas y rodinianas.
A las puertas del cielo, pero del otro lado, por dentro, sentado en una silla de tijera de aquellas de los velatorios y apoyado en una mesa plegable con el tablero hecho de finos listones, observa tras sus gafas, con barbas de chivo, un argentino nacido en Bruselas al que llaman don Julio Cortázar. Cada tanto baja la cabeza, coge un lápiz y apunta en una libreta con hojas de color hueso. Luego sonríe y vuelve a mirar. A dios, por lo visto, le gusta Rayuela la obra más famosa del porteño y le ha encargado al tal don Julio que escriba todo lo que acontezca en el zaguán de La Gloria. Eso sí, con su particular y alabado estilo, muy celebrado por todos y algo deslavazado.
El pitido del teléfono móvil que usa como despertador aplaza otro día su ascensión a los cielos. Quien diría. Su padre se levantaba solo, sin necesidad de artilugios, entonces mecánicos ¿Seguirá haciéndolo? Siempre despertaba a la hora fijada. Un día le contó la técnica: se encomendaba a las ánimas del purgatorio. Pero a él le dio miedo. Le aterraba aquello que no podía controlar y prefería hacerse vivo con ingenios de relojería o de electrónica.
Canta en un rondalla, medio en falsete, subiendo mucho el tono, cargando la suerte y con ojos de tenor: venimos de vendimiar, de las viñas de mi abuelo, etcétera. Hace tres meses que, consejo familiar mediante, su hermano y él llevaron al padre al asilo. Con las monjas. Aguardaron a que les diese la herencia y cómo en una parábola, a la semana lo llevaron a la residencia. El anciano lloraba, con contención, pero con lágrimas. No aflojaron a pesar de los gemidos, las mujeres no estaban dispuestas a estirazar del viejo. Además, las monjitas están para eso y en el asilo se está muy bien, no les falta de nada.
Desde que dejaron al padre en el hospicio, cada mañana antes de despertarse sueña el episodio de las puertas del cielo. Tiene remordimientos y a veces piensa que es un castigo por mandar al viejo con las monjas, o una advertencia de las ánimas despertadoras amigas del padre.
Pero no logra ubicar al argentino Cortázar en ningún episodio de la vida de su progenitor.