-¡Qué se muere, Madre Superiora, qué se muere! Gritaban al mismo tiempo mientras golpeaban la enorme puerta de madera.
Detrás de una pequeña celosía asomó la cara una monja joven, sorprendida y asustada.
-¡Don Fermín se muere! Y no está el cura en la iglesia, tiene que ir a verlo la madre superiora. Alguien tiene que acompañarlo y perdonar sus pecados antes.
Imploró uno de esos hombres visiblemente consternado.
La monja cerró la rejilla sin decir palabra y a los pocos segundos, la enorme puerta de aquel recinto se abrió rechinando.
Los hombres dieron pasos hacia atrás para que las puertas se abrieran completas y de ellas surgió una diminuta mujer armada con un rosario, un pequeño frasco de vidrio transparente y un libro de pastas negras que todos identificaron claramente como la Biblia.
A paso firme y con el rostro desencajado, la religiosa avanzaba por el centro de la calle mientras una multitud la seguía a prudente distancia.
Al cruzar la plaza principal del pueblo, otro nutrido grupo de personas se encontraba ahí como esperándola.
Todos murmuraban haciendo sus propias historias y deducciones de la situación.
La monja dio vuelta en una esquina y avanzó decidida hasta la casa de Don Fermín, por mucho, el hombre más anciano de aquella comunidad.
Las dos mujeres que custodiaban la entrada de la casa hablaban sin cesar. La de más edad encaró a la monja y sollozando le dijo:
-La salvación de mi marido está en sus manos. Ayúdelo.
La madre superiora la miró fijamente por encima de sus anteojos y levantando una ceja asintió con suavidad. Abrió la puerta y sola entró a la casucha.
Dentro de la habitación, la cama de Don Fermín estaba dispuesta a un costado de la ventana.
La luz que por ahí se colaba acentuaba el gris pálido del rostro de aquel hombre. Con el cabello largo y descompuesto cubriéndole las orejas, Don Fermín se debatía entre la vida y la muerte.
Una máscara de oxígeno le tapaba la cara y un enorme tanque a su lado era lo único que lo mantenía vivo en ese momento.
La mujer se acercó cautelosa y lo descubrió despierto, con los ojos abiertos y una terrible mueca de dolor debajo de aquella mascarilla de plástico que se empañaba con cada bocanada de aire que aquel anciano tomaba.
-Dios está contigo Fermín.
Dijo la mujer usando un tono pausado y lleno de amor.
Dejó sus instrumentos en el buró y se sentó en la cama, a un lado de la cabeza del enfermo.
Con incalculable ternura, le peinó las largas canas que le cruzaban la cara y posó la palma de su mano en aquella frente arrugada.
Repentinamente, el viejo empezó a agitarse y revolverse en ese lecho. Lleno de dolor quería hablar pero de su garganta solamente salían desesperados lamentos que la mujer no podía entender.
-¡Dios está contigo! Insistió asustada la monja.
-Dios perdona todos tus pecados Fermín, estás en paz con Él y con los hombres, tienes que aceptar la voluntad del Señor.
Pero el anciano desesperado levantaba los brazos y hacía ademanes como queriendo comunicarse con la mujer.
Entre lamentos y desesperados intentos por retener la vida que se le escapaba, Fermín le indicaba a la religiosa que quería escribir algo.
Ella volteó al buró. Encontró una receta médica y un lápiz desgastado.
Sin bajarse de la cama y manteniendo la mano en la frente de aquel hombre, le acercó papel y lápiz.
Apenas con un susurro le dijo al oído:
-Tranquilo hijo mío, quédate en paz. Escribe lo que necesitas que te perdone.
Fermín, más débil con cada segundo que transcurría, tomó aquello y entre horribles espasmos, rayó, apenas, un mensaje para la monja.
Con la poca energía que le quedaba en el cuerpo, inhaló lo que sería su último aliento de vida y sus brazos inertes se desplomaron sobre la cama todavía sujetando el papel rayado.
La mujer contuvo el llanto, sintió como el alma se le anudaba y entrelazando las manos se las llevó a la boca susurrando para sí misma una brevísima oración.
Levantó el rostro hacia el cielo y se persignó.
-Ahora estás contemplando la inmaculada luz de Su rostro Fermín. Ahora te estás reuniendo con el todopoderoso hijo mío. Sollozó
Con un delicado jalón, liberó el papel de las manos del anciano, se acomodó las gafas e intentó leer las últimas palabras de aquel hombre.
Después de algunos segundos haciendo gestos y manipulando el papel, moviéndolo en diferentes ángulos para descifrar aquellos garabatos, finalmente lo alcanzó a entender todo. La receta decía:
“Madre Superiora, hágase a un lado porque está sentada en el tubo del oxígeno”