Tardé varias semanas en encontrar el momento adecuado para dejarte marchar. Nunca se me han dado bien las despedidas, las separaciones, y creo que se debe a que me resulta existencialmente inasumible enfrentarme a las últimas veces.
No podía ni pensar en dejarte un martes, cuando aún me quedaban por delante el último miércoles, el último jueves, el último viernes. Tampoco podía separarme de ti una tarde, mientras veía cómo se erguía frente a mí el monstruo de la última noche. Por eso tomé la decisión una mañana, un día en que todo se resolvería en apenas unas horas, aliviada de haberme enfrentado ya a todas las últimas veces con la calma inocente de quien permanecía en la inconsciencia.
Desde entonces mi vida se ha llenado de primeras veces.
Recuerdo la primera vez que hice mi cama, la que hasta hacía apenas unas horas había sido la nuestra, para dormir en ella, por primera vez, sola. La hice llorando, convencida de que sufriría de insomnio el resto de mi vida. Pero la hice también con mucho cuidado, empleando todo el tiempo del mundo en alisar cada arruga, en remeter bien las sábanas, como un acto del amor hacia mí misma que, a partir de entonces, debería presidir mi vida si quería aspirar a una mínima posibilidad de sobrevivir al espanto de tu ausencia.
A aquella primera vez le siguieron muchas otras. La primera vez que me levanté sola. La primera mañana antes de ir a trabajar. La primera compra solo para mí y para los gatos. La primera limpieza de la casa. La primera plancha, las primeras lentejas.
Y aunque todas estas primeras veces están teñidas del color de la tristeza, también se visten de la emoción de los comienzos, de la ambigua esperanza que albergan quienes empiezan de nuevo. A las primeras veces, además, les siguen las segundas, y las terceras, así hasta que llega el momento de perder la cuenta y asumir la nueva vida, la rutina nueva llena de ramilletes de experiencias desconocidas, alegres, conmovedoras, sutiles, plenas, cada vez más alejadas ya de esa tristeza primigenia.
Por más que hoy, lejos de haber alcanzado esa velocidad de crucero, todavía me sobran dedos para contarlas.