Revista Literatura

'Le doy mi palabra'

Publicado el 15 febrero 2015 por Javier Juste
Eso fue lo que dijo el joven a ese vagabundo moribundo, de tez oscura y barba larga y sucia. Se habían encontrado por casualidad, como suceden las mejores cosas en la vida; ese tipo de casualidad que no existe en las novelas. Él iba con su bici, de camino a casa, volvía con el pan recién hecho en la cesta y una sonrisa propia de la gente feliz, una sonrisa que echas de menos cuando no está; y como siempre, tomó un atajo por entre las calles del puerto. Eran cerca de las dos y el hambre le acompañaba desde primera hora de la mañana. De hecho, ya había dado buena cuenta del pan que llevaba a su pequeña casa cuando se topó con el viejo Matthew, encogido como un ovillo feo y lloroso.
Fue al entrar en el estrecho paso entre la Calle del Báltico y el Viejo Mercado. Era el tramo más oscuro de su camino, olía a orina y a pescado podrido; es decir, olía más que el resto del barrio. El Puerto era la zona más pobre de la ciudad, y también la más peligrosa. Pero no nos equivoquemos, no es que fuese peligrosa por la pobreza; si no que lo era más bien por la desesperanza. El aroma del miedo y la angustia que alimentaba los pulmones de sus habitantes, esa era la causa del peligro.
Primero no reparó en él, Matthew llevaba tanto tiempo en las calles que había pasado a ser un elemento más; había adquirido cierto mimetismo con su entorno. Era una especie de camaleón de un solo color; el color de la muerte. Su rueda delantera tropezó con una de sus botas, y entonces el joven oyó por primera vez el frágil gemido de aquel pobre hombre. Asustado y en tensión, dejó la bici a un lado y se acercó al manojo de ropa húmeda que se moría. Le palpó la frente sin que el otro pareciese darse cuenta de su presencia; sus ojos apenas abiertos daban vueltas erráticas. El sudor le empapó la mano y un escalofrío le recorrió el cuerpo: aquel hombre estaba gravemente enfermo. Fue entonces cuando le dijo: 'Voy a buscar ayuda. Le doy mi palabra'.
En ese momento Matthew se estremeció y recobró su cordura. Le agarró por el cuello de la camisa, y acercó la cara del joven a la suya, empapándole del aliento putrefacto de una vida que se muere. Con voz grave y rota, mirando a sus ojos le dijo: 'No quiero tu palabra muchacho. No. Esas cosas ya no tienen valor. Allá donde he ido he visto grandes hombres prometer grandes cosas; pero no eran grandes, ni tampoco lo eran sus palabras. El honor ha muerto, las palabras han perdido su significado. Demasiado se habla en estos días, y pocos saben lo que dicen. No me des tu palabra chiquillo, yo solo quiero que me salves la vida'. Tosió y convulsionó. Y el joven salió corriendo, pidiendo auxilio mientras Matthew se moría.
Murió aquella noche en el hospital, de la mano de ese joven, que lloró amargamente. Entonces no lo sabía, pero ese encuentro y aquellas palabras le acompañarían el resto de su vida.

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