De esta forma, leían lo del otro hasta el final de su trayecto. En los días siguientes se buscaban entre los pasajeros, trataban de averiguar la estación del otro y en qué vagón se subía. Al cuarto día fue cuando consiguieron sincronizarse. Nada más verse procuraban situarse uno al lado del otro y, sacando sus respectivos libros, comenzaban a leerse el uno al otro. Pero la lectura recíproca es lenta y, además, el trayecto no duraba más allá de veinte minutos, por tanto terminar un libro les podía llevar varios meses, sino años. Por eso, un día él puso un "pos-it" en una de las páginas con una hora y un lugar para verse y seguir así la lectura.
Ella llegó diez minutos tarde y se sentó junto al banco donde él le había indicado.
Y siguieron leyéndose. En sus páginas. En sus manos. En sus ojos. En su piel...