Está bien que haya múltiples lenguas en el mundo, son historia viva, son cultura, pero echo en falta una lengua común que siquiera nos permita una comunicación básica, elemental, entre todos; algo así como el latín de los curas o un nuevo esperanto más exitoso. Ahora se está intentando con el inglés. Bien veremos, dice el invidente que siempre me acompaña, y entonces me viene a la memoria —insoslayable ese doloroso recuerdo, por algo será— lo que una vez me aseguró un sabio: «Desde el punto de vista económico, y el dinero gobierna en cada rincón del planeta, no lo dudes ni cuando escribas palabras de amor, no interesa esa lengua común que, como yo, tanto ansías». «¿Por qué no interesa?», le pregunté. Pero él únicamente me respondió: «Piensa». Es lo que tienen los sabios: solo se entienden entre ellos y hablan poco, tal vez por simple piedad.
El caso es que deseo con vehemencia renovada esa lengua común, primitiva, mínima, como sea, cuando hablo con el niño que apadrino. Me da las gracias desde la distancia, desde una selva sudamericana, en la única lengua que conoce, el maya, que yo desconozco, por lo que necesitamos traductor y con intermediarios orales siempre se pierde algo en el camino: una entonación cariñosa, por ejemplo, que, sabido es, dice mucho más que las propias palabras. Le hablo al niño de nuestras fiestas, de las orquestas, de los caballitos, de voladores que son pura dinamita. «Pronto sabrá español», me promete el aplicado traductor bondadoso, y yo, incapaz de aprender la lengua del crío, negado para los idiomas desde pequeño, atino a pedirle: «Bueno, pero que aprenda antes a jugar, a divertirse, a mirar sin esa tristeza con la que me mira en la foto».
Me mira con tristeza y con miedo, por lo que no le hablaré más, a través del compasivo traductor que también lo alimenta y lo protege (hay personas que no deberían morir nunca y hay personas que nunca deberían haber nacido, sabido es), de las dinamitas volantes. Solo le hablaré de la música, de los caballitos…
Ahora voy a pensar.