V. Tatlin
Sabe el filósofo que la memoria es una especie de fermento, una levadura que te corroe, te aniquila si no oteas el horizonte de vez en cuando. Y no lo haces, porque el horizonte es una ficción. Atravesados por arcaicas enzimas, contemplamos la luz que equilibra las tardes, con aromas a roble y cernada. Porque nada escapa al poder de las levaduras. Hasta el calor, ¡quién lo iba a decir!, hasta el calor del horno regresa, como símbolo o como caricatura, pero vuelve y te invade... Sabe el filósofo que la memoria es una especie de fermento, un óxido que amenaza a la chatarra de tu pensamiento, a la vieja maquinaria, al ruinoso mecanismo de pensar, como decía Hölderlin. En algún recóndito rincón de tu cerebro habita, quizás dormida, aquella sensación, aquella experiencia que te define y te arrastra al abismo: una mirada, una palabra, un reflejo, un olvido, un deseo, un miedo... Mas sabe el filósofo que de ese rincón brota la enzima del pensamiento, de la vida y de la acción. Sabe que nos arrastra a un abismo tan necesario como irracional. De esa levadura se nutren los conceptos más elevados y los razonamientos más intrincados. Será cosa del hurmiento, dice Tejerina. Y no digo que no.