Revista Literatura

Leyenda

Publicado el 24 septiembre 2011 por Netomancia @netomancia
Los baguales corrían en torno de él. Su hombría era tal que los desafiaba con la mirada. Tarde o temprano el desafío daría paso al ataque. Las bestias se arremolinaban de un lado a otro, esperando el momento. Su única arma era estar atento, esperar el primer ataque y combatirlos uno a uno, como le había enseñado su padre, allá lejos en el tiempo, en la estepa de sus primeros años.
Hasta la brisa árida lo hacía confundir con aquel pasado de hambre y duras raíces, donde las bestias eran un alimento que pocas veces llevaban a sus barrigas. Pero cuando aparecía una...
Las miradas eran de furia, podía ver cómo se tensaban los músculos de los cuellos en los animales, mientras sus patas se aferraban con fuerza al suelo, aún aguardando, aún midiendo el momento. Pero también sus ojos escupían el fuego de la batalla, ardiendo en llamas, haciendo que el encono salvaje se mantuviera aún distante.
Su corazón era un tambor de latido parejo. Era el clamor de la supervivencia, el sonido que su padre le había transmitido. La calma, la serenidad, la concentración. Pum Pum Pum. El fuego en la noche, en cualquier paraje de aquel desierto eterno. Su voz. Sus enseñanzas. Y él escuchando, prestando atención.
Porque papá sabía que algún día la tierra sería suya y de nadie más. Y entonces, tendría que sobrevivir. El mundo no era para débiles. Solo la hombría le permitiría llegar a su destino. Papá era consciente de otra cosa. Tendría que llegar solo.
Aún la vista lo traicionaba y solía empañarse al recordar el lecho seco donde lo dejó, bajo un manto de piedras, desprendiendo los primeros hedores de la muerte. Por eso, se quitó la imagen de la mente. Para sobrevivir debía tener todos los sentidos en las bestias. Para seguir, debía dejar el ayer. Su padre lo sabía bien.
El niño hombre escuchó el primer galope en su dirección y apretó los dientes. Sus manos se abrieron como le habían enseñado y esperaron el momento de la estocada. Y cuando la suerte parecía echada, la diferencia entre la vida y la muerte radicaba en su velocidad para girar, dejar pasar de largo y casi al mismo instante, asir la cabeza del oponente y hacerla crugir con un solo golpe, para verlo luego caer cuán largo era, a uno o dos metros de él.
Pero no había alegría ni grito de victoria. Porque la manada arremetía, primero uno, después otro. Y bajo el sol, su larga sombra se transformaba en una danza mortal, bailando sobre la cuerda entre vivir y morir, casi sin respiro.
Sus pies descalzos patinaban sobre la sangre, pero se mantenían firmes. Jamás se dejaría caer, nunca en nombre de su padre. Y lucharía hasta el fin, en aquel lugar y donde fuera, cómo había aprendido. Porque así estaba escrito, porque así lo decía la leyenda. Su padre lo sabía y ahora de él dependía convertirla en realidad.
Hacia el alba ya no quedaban bestias en la llanura. Comió la carne magra que pudo rescatar y siguió su camino, sin siquiera descansar.
Un niño llegaría solo desde el desierto y traería la libertad sobre la tiranía del imperio. La mayoría ya había abandonado la espera, pero unos pocos seguían mirando por encima de sus hombros en dirección al horizonte, anhelando el día que llorarían de felicidad, ya sin el látigo que imprimía marcas de fuego en sus espaldas.
Y porque algunos creían, el niño hombre no se iba a rendir. Se lo había prometido a su moribundo padre durante aquel amanecer en el que se fue. Por eso seguía avanzando, sin temor a morir, porque sabía que había otros esperando, que ya estaban muertos desde hacía tiempo y sin embargo, aún cobijaban el último gran tesoro de la humanidad, que solían pronunciar en silencio y en una sola palabra: esperanza.

Volver a la Portada de Logo Paperblog

Dossier Paperblog

Revistas