Revista Literatura

Leyenda del Riachuelo, Pilar Cuevas

Publicado el 08 julio 2013 por Adriagrelo

 Hace muchos años llegaron al barrio de Nueva Pompeya numerosas familias de inmigrantes procedentes de distintos países. Eran tiempos de río navegable, puente Alsina abierto al paso de pequeñas naves, o alzado para impedir la llegada de hordas indeseables que venían de la provincia.Dicen que convivían en el barrio, en la calle Falucho, dos familias rivales. Rivales en lo económico y en lo político. Simón Pérez, comerciante de origen español venido de Santa Fe, formó una hermosa familia. Su vecino de enfrente, Pascual Impagliazzo, constructor del norte de Italia, se casó con la hija de un amigo de su pueblo y tuvo con ella seis hijos.Simón, hijo de anarquistas, creyó ver en el peronismo naciente el futuro de su familia. Impaggliazzo, por el contrario, detestaba el ascenso de tanto cabecita negra. Allá en Italia había padecido compartir luchas y comida con los morochos del sur que llegaban a su lugar para saciar el hambre. Detestaba en especial a ésa, la “abanderada de los pobres”, a la que tanto amaba Simón. Ninguno de ellos ocultaba sus ideas, las proclamaban a viva voz. Ambos ostentaban progreso económico mejorando hasta el hartazgo la apariencia de sus casas. Las fachadas se pintaban, se adornaban, se lucían con los mejores materiales.Dicen que los hijos, ajenos a las disputas de los padres, jugaban en la calle de tierra sin hacer diferencias entre ricos y pobres, rubios y morenos, criollos e inmigrantes.Amelia Impagliazzo, rubia como pocos, tenía quince años cuando descubrió el amor en los besos del moreno Adolfo Pérez. En medio de una escondida que jugaba toda la cuadra, los dos supieron de inmediato que su amor no sería sencillo.Acudieron a sus madres, con la esperanza de que los comprendieran. Mujeres de otros tiempos, no se atrevieron a desafiar el poder patriarcal. Intentaron en vano desalentar a los enamorados, buscaron el apoyo de los hermanos mayores, hasta los llevaron a hablar con el cura de Pompeya, que les aconsejó obediencia y docilidad.Dicen que Pascual y Simón nunca se enteraron de lo que ocurría. El hermetismo de las mujeres ocultó todo, excepto la tristeza en el rostro de los jóvenes. Los jefes de familia no se ocupaban de los hijos. Cosa de mujeres.Amelia y Adolfo escapaban de las miradas de los otros a orillas del río, lloraban, sufrían, planeaban cómo escapar.Dicen que una tarde de otoño Adolfo le pidió a Amelia que huyera con él. A pesar del temor, ella accedió. Acordaron encontrarse en la esquina de Alcorta y Pepirí el sábado después de la cena. Un amigo le prestaría un bote para irse lo más lejos posible.El poder no admite fisuras. Los padres notaron, por primera vez, miradas cruzadas entre los chicos, el nerviosismo de Adolfo y Amelia, las madres desatentas en sus tareas. Ellos, que nunca veían más allá de lo suyo, esa noche olieron algo.Dicen que salieron a la vereda y se encontraron. Los saludos siempre negados, las miradas despectivas, todo el odio y la rivalidad les cayeron encima como una pared derrumbada.Los enamorados navegaban en silencio por las aguas oscuras. Los padres llegaron corriendo, desesperados. Sus voces autoritarias no lograron detenerlos. El río,  a medida que se alejaban, se cerraba detrás de ellos.Dicen que desde ese día nadie pudo navegar ese río transformado en una masa negra, inmunda.Dicen también los viejos del barrio que fue doña Segunda, la bruja de la calle Romero, quien lanzó un conjuro para ayudar a los amantes.Y dicen algunos soñadores que un día, no se sabe cuándo, las aguas volverán a ser limpias, como lo fueron antes, cuando el amor pueda vencer los odios y las diferencias, cuando el río y el puente sean lazos de unión, y no instrumentos de distancia y separación.     Pilar Cuevas

                                                 

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