El capitán Álvaro mordisqueaba un trozo de queso mientras observaba la gran brecha abierta en la muralla, sin entender muy bien la razón por la que los murrianos no se habían decidido a lanzar el asalto. De más de ochos cuerpos de ancho, por esa abertura de piedras humeantes podría pasar una compañía desfilando. Aquella mañana había cesado el bombardeo y por primera vez en muchos días podía pensar con una cierta claridad. Vivir unos instantes de sosiego. Había ordenado que dos ballesteros se encaramaran al viejo minarete de Tervas, erigido detrás de los muros, para vigilar los movimientos del enemigo. Calculaba que aquella misma tarde o antes, se produciría el ataque. Hasta el más joven de sus soldados lo podría predecir, se dijo a sí mismo. Miró a sus hombres como si no los conociera, como los miraría un viajero que está de paso. Un sentimiento de lástima brotó de su interior, sabiendo que muchos de ellos dejarían este mundo, quizá inútilmente. Entre sus filas, había valientes guerreros de los valles del condado, de espaldas anchas y bella piel gris, de cabellos rizados que surgían violentos debajo del casco, como si buscaran la luz del sol. Hombres y mujeres de las lejanas llanuras, tiempo atrás perdidas, que miraban la brecha con determinación, seguros de su fuerza. También había otros, más jóvenes, asustados bajo el peso del hierro de sus armaduras. Las falanges del condado, armadas de lanza larga y espada, protegidas por grandes escudos y coraza, seguían siendo una fuerza temible en un campo de batalla estrecho. Tendrían su oportunidad. Reinaba un silencio cortante entre las filas de las siete falanges dispuestas detrás de las almenas, frente a la brecha, por donde el enemigo intentaría el asalto. El capitán Álvaro decidió arengar a los hombres; al menos sus palabras servirían para romper el tedio, la espera. Avanzó hasta situarse delante de las falanges, de espaldas a la brecha. —Soldados, la mala hora está ya cercana —dijo, alzando la voz—. Es probable que hoy o mañana dé comienzo el ataque. La suerte de nuestra ciudad y de los nuestros está decidida. ¡Onar nos protege! Nadie contestó. No se escuchó ningún grito de aprobación. La tropa solo escuchaba. Todos se habían girado para mirarlo, haciendo tintinear cientos de armas. La figura alta del capitán se mantenía erguida, expectante. —Sabéis que al enemigo le agrada luchar en campo abierto. Pronto tendrá que atravesar esta brecha — señaló el boquete en la muralla—, si quieren pisar las calles de Vamurta. Será una lucha cuerpo a cuerpo, no habrá sorpresas. Sus espadas contra las nuestras. Y es sobre estos muros derruidos donde podremos tomar venganza por todos los nuestros que han caído. ¡Venganza por los que han muerto! Nadie respondió. El capitán se sintió momentáneamente tocado, casi ridículo. Avanzó hacia el muro compacto de escudos que tenía delante, rompiéndolo. Vio que algunos soldados lo miraban con aprobación silenciosa. Se sintió algo más reconfortado. Empezó a comprobar los cordajes de un hombre, de otro, la espada de una guerrera, a centrar el casco ladeado de un soldado que sonreía. Los hombres hacían sitio a su oficial a medida que pasaba de fila en fila. —Recordad: en primer lugar nos lanzarán dardos, jabalinas, todo lo que tengan —decía a los que estaban más cerca—. Tened los escudos bien agarrados y levantadlos bien alto. —Alguien le ofreció un pellejo con vino para refrescarse. Álvaro pensó que, quizás, aún podrían resistir—. Cuando lleguen, cerrad bien las filas, hacedlas impenetrables. ¡Hombro con hombro! No retrocedáis hasta escuchar el aviso de las trompetas. —La tropa empezaba a murmurar, más animada.
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