
Eso era lo malo de tener que viajar y residir durante varios meses en distintos países que él -con su peculiar sentido social- consideraba sólo medio civilizados. El más lujoso de aquellos alojamientos, por muy refinado que fuese, no podía competir con los mejores hoteles europeos ni norteamericanos; y mucho menos con su lujosa mansión de Sussex, aquello era otro mundo aparte hecho a su medida; pero, lamentablemente, su trabajo le llevaba a visitar todo tipo de lugares. En aquella ocasión tampoco podía quejarse, ya que Egipto siempre había sido uno de sus destinos "menos malo", y El Cairo la mejor ciudad de todo el continente africano para un sibarita como él. Aunque, por mucho lujo que le rodease, el doctor Jeremy Eliot Cooper, era así; su intransigente carácter le hacía ver fallos donde no los había, incluso en el Four Seasons, uno de los mejores hoteles del mundo con un servicio de primera clase, con unas vistas privilegiadas del Nilo, e incluso, como en esta ocasión, con una panorámica insuperable de las pirámides y del desierto, Cooper no se sentía satisfecho.
El hombre se removía en la cama intentando abrir los ojos y seguía sin lograrlo, y no es que fuese una hora intempestiva, ni mucho menos, a través de sus párpados cerrados adivinaba la claridad de pasado el mediodía. En la hora que se le ocurrió abrir las persianas del balcón de par en par la noche pasada, pero el espectáculo de aquella luna grande sobre el lejano desierto africano se le hizo irresistible. No, el doctor Cooper no era un romántico, nada más lejos de eso, no solía fijarse en la belleza de la naturaleza, no era un hombre de carácter contemplativo. Sólo recordaba esas cosas en las raras ocasiones en las que se sentía insatisfecho y enojado con el mundo; muy pocas veces, él era un ganador y casi siempre se salía con la suya, aunque eso sirviese de poco para mejorar su carácter violento. Aun así, no siempre ganaba, la noche anterior había sido prueba de ello. Ni la espantosa resaca que sufría había sido capaz de borrar la estrepitosa frustración de unas horas antes. Aquella hermosa putita de piel color ámbar, ojos negros enormes, culo respingón y larga y abundante melena rizada color trigo, se la había jugado bien. Aquella furcia de tres al cuarto -tras ayudarle a meterse entre pecho y espalda unos cuantos whiskies y terminar la fiesta con un par de botellas de Armand de Brignac Brut Gold - le había hecho hacerse ilusiones; se le había insinuado descaradamente, de tal manera que sus dedos menudos y suaves rematados con uñas perfectamente cuidadas y afiladas, amparados por la poca luz del lugar y el parapeto que suponía la mesa estaban recorriendo las partes más íntimas de su cuerpo sin ningún pudor; aquella jodida mujer sabía hacer su trabajo muy bien y aquello le hizo presagiar una noche memorable. Esas manos ágiles y expertas recorrían su cuerpo como si fueran mariposas traviesas y saltarinas que tan pronto se posaban en su cuello, como se metían entre su pantalón con tal maestría y ligereza que la ropa no era ningún obstáculo para ellas.
Sí, en su larga trayectoria no le quedaba mucho que probar, mujer que le gustaba, mujer que quedaba atrapada en su telaraña, no le importaba ni la edad, ni su condición social, ni si estaban casadas o solteras. Se sabía un hombre atractivo, muy atractivo a pesar de haber cumplido los cincuenta hacía varios meses. En su familia los años siempre se habían llevado con dignidad; su padre, ya fallecido hacía años, a los setenta era aun un hombre atrayente y seductor que se conservaba de forma admirable y todavía rompía algún corazón entre las damas, lástima que el viejo fuera tan tradicional y tan típicamente gentleman. Además Cooper, narcisista por naturaleza, se cuidaba: ejercicio constante para mantener el cuerpo atlético, masajes, saunas, comidas ligeras; sin evitar para nada el uso de la cosmética para ayudar a su, ya de por sí, agradecida genética. Sabía que era un hombre deseado, ese tipo de deseo que enciende a las mujeres de cualquier edad, un regalo para las maduras, y un trofeo espectacular para las más jóvenes. Él era de esos hombres viriles a los que los años parecen revalorizar, y lo que no podía conseguir por sus atractivos, cosa muy difícil, lo obtenía a golpes de chequera, a la que tenía que recurrir en raras ocasiones, normalmente, sólo cuando requería los servicios de alguna profesional. Por lo general, hasta la presa más reacia caía en esa red que él tejía con primor, aunque una vez logrado su objetivo, el botín ya no sirviese para nada, simplemente para engordar el número de sus conquistas.

Pero aquella noche, todo había ido rodado, desde luego nunca se lo habían puesto tan fácil. Ni las múltiples rameras que había pagado en su vida, ponían esa voluntad y entrega; todas contribuían lo justo para ganarse su sueldo. No, esta era muy distinta, esta parecía desearle de verdad, no sólo por ejercer bien su profesión, lo notaba en esa avidez que su acompañante ponía en cada caricia, en la forma de utilizar su boca y sus manos cada vez que le rozaba la piel y le envolvía con su cálido aliento. Esa tía no era una puta vulgar, no, esta tenía mucho estilo -de lo mejorcito que había conocido en su vida, y eso que él siempre buscaba lo más selecto- pero ninguna tenía esa exquisitez precisa y estudiada; esta furcia, al igual que él, también sabía apreciar lo bueno de la vida, sólo había que fijarse en la forma en que tomaba la coba y su gesto al beber aquel delicioso champagne que no estaba hecho para cualquier paladar.
Pero aquellos preliminares ya se estaban prolongando demasiado, Cooper pensó que ya era hora de pasar de la teoría a la práctica, o como diría el bueno de Hugh, su camarada de tantos años; mucho más directo y menos amante de las delicatesen: "Dejémonos de cortar el bacalao y vamos a comenzar a devorarlo".Sin poder disimular los jadeos de placer que le proporcionaban las caricias de la mujer, le propuso que fueran a su hotel. Cooper aprovechaba y disfrutaba de todo lo que la vida le ofrecía. Siempre lo había hecho, aquel regalo inesperado no se le podía escapar de las manos.

Para su disgusto el tiempo iba pasando sin que la muchacha volviera a hacer aparición, ya era el tercer cigarrillo que había apurado en la espera, y se había tomado de un trago el champagne que le quedaba en la copa, sin saborear si quiera aquel preciado líquido. Tanta tardanza le estaba exasperando, para mojar su garganta seca le pidió al camarero el cuarto o quinto whisky de la noche, ya había perdido la cuenta; sabía que mezclar las bebidas no era aconsejable, pero total ya las había mezclado y, ¡qué coño! Él resistía bien el alcohol, incluso las resacas no pasaban de un dolor de cabeza, nada que no quitase una buena siesta, una ducha fría y un par de analgésicos. Lo único que importaba era que esa jodida furcia saliese ya del baño y marcharse ya a gozar de sus favores. Pensar en el revolcón que le esperaba le hizo ponerse de mejor humor, aunque seguía nervioso y alterado. ¡Joder! Pero, ¿qué narices hacía aquella fulana? Si el maquillaje en unos minutos estaría de más, tanto como su provocativo vestido.

Llegó al hotel lleno de ira, excitado, mareado y con una tremenda jaqueca. ¡Ojalá aquella puta se volviese a cruzar en su camino! Iba a pagar muy cara su insolencia. Cooper abrió el ventanal de par en par para tratar de respirar la brisa nocturna de la noche cairota. Sentía mucho calor, un calor asfixiante, que no había sentido nunca, ni siquiera la primera vez que viajó a ese país en pleno verano. Tras unos minutos en la terraza contemplando la majestuosa luna decidió darse una ducha fría, aquello templaría sus nervios y le quitaría las ganas de aquella mujer; unas ganas que, al final, se tragarían el sumidero de la bañera. Por último y tras tomarse un par de pastillas de paracetamol cayó como un fardo en la cama y consiguió, a duras penas, sucumbir en un agitado duermevela que poco a poco le fue sumiendo en un sueño profundo y pesado.
