Las llegadas a casa después de un largo día de colegio y guardería son últimamente apoteósicas. Nada más entrar por la puerta, Pequeña Foquita reclama su ansiado Ábrelo mientras Bebé Gigante quiera agua, galletas, le da igual, lo que sea que venga de su mamá. Cuando consigo ubicarme más o menos y le doy el Ábrelo a la niña mientras él no para de estirarme de las piernas, los brazos, abrazarme con fuerza, aun queda una larga tarde por delante. No tengo ayuda externa así que cosas básicas como la cena, una lavadora o barrer el suelo (que siempre parece un arenal) se convierten en una auténtica odisea.
A pesar de que hago las cosas con una mano mientras cojo con la otra a mi pequeña gordita de 13 Kg. y le explico a mi hijo que cuando mamá acabe jugará con él, la tensión va in crescendo. Llantos, cosas que vuelan por los aires, la pelota que sale disparada, gracias a Dios sin llegar a dar (por ahora) a nada demasiado frágil. Pero cuando al fin me siento con ellos en el suelo, mis hijos hacen una transformación a lo "Dr. Jekyll y Mr. Hyde". Bajan el tono de voz, se relajan y juegan tan tranquilos.
Otro de esos momentos de cambio radical de personalidad son los intentos de conversación entre mi marido y yo o cuando suena el teléfono y debo contestar a mi sufrido interlocutor. Los gritos y estirones a mi pantalón (que al final lo acabo llevando a lo rapero) vuelven a florecer desapareciendo al segundo de colgar el teléfono y de terminar el intento de conversación con mi marido.
La conclusión de todo esto es que muchísimas veces, yo creo que la mayor parte de ellas, los niños se portan mal porque nosotras no les hacemos el caso que ellos reclaman. Cual clientes exigentes reclaman el 200% de nuestra atención. Y no creo que lo hagan para fastidiar ni porque se hayan marcado como objetivo vital asquear a su sufrida madre. Lo hacen de manera instintiva, porque quieren estar con su madre. Simple y llanamente.