Revista Talentos

Llegas tarde

Publicado el 21 julio 2015 por Isabel Topham
- Llegas tarde. Llegas tarde. Llegas tarde.
No paraba escuchar la misma voz una y otra vez dentro de su cabeza, repitiéndole siempre lo mismo. Agitaba la cabeza, hacia ambos lados con expresión fruncida de no poder más mientras se tapaba los oídos con el contorno de sus manos. Pero, aún así, seguía escuchándola. No hacía más que repetir esas dos palabras, una y otra vez. Cada vez más fuerte, y más lentamente; como si intentase hacer énfasis en cada sílaba que pronunciaba. Llegas tarde. Lle-gas Tar-de.
Iba corriendo, y no podía ir más rápido. Aquella era la máxima velocidad a la que podía ir. Se le empezó a agitar el corazón, de una manera exagerada. Sin embargo, sus pies no podían parar. Seguía corriendo. Estaba tan lejos y a la vez tan cerca, que un segundo parado le suponía un temblor casi escalofrío en el cuerpo que no podía ni imaginar. Y la voz seguía en su cabeza, como siempre. Llegas tarde. Vamos, acelera. Pero, no podía más. Sentía un remordimiento demasiado fuerte, como las mismas mariposas que crecen en el estómago de cualquier enamorado. Exactamente, idénticas. Llevaba a la espalda su mochila azul de clase, un tanto vieja y a la que le tiene un aprecio terrible. Vestía un vaquero de imitación, una camiseta de manga larga blanca y con algún que otro dibujo en ella y unas zapatillas deportivas.
Llegas tarde. MUY tarde. Date prisa, que lo vuelves a perder otra vez. ¿Y no querrás quedarte un segundo año en listas de esperas, verdad? Sólo digo que, llegas tarde. Esta vez, no escuchó las dos mismas palabras de siempre. Había otras muchas, pero la gota que colmó el vaso fue la pregunta. Ese dicho recuerdo que hizo que volviese hoy de nuevo a experimentar la misma incertidumbre en el cuerpo. Los mismos nervios, y hasta la misma probabilidad de que todo fuera igual que la otra vez y nada cambiase. Ni siquiera su estado de ánimo. Pero, allí estaba, a dos esquinas de su objetivo y listo. Entre la espada y la pared, con más ganas de llorar que de reír y no, precisamente, de felicidad. Había llegado, y lo único que le acongojaba fue la idea de no llegar.
Aún así, y a casi dos palmos de allí, la voz seguía en su cabeza. Poniéndole incluso más nervioso aún, repitiéndole una y otra vez el error de la otra vez; añadiendo siempre esas dos palabras que siempre recuerda con más rencor que odio: Llegas tarde. Hasta que llegó, y vió la realidad. Hasta que se dio por vencido, o hizo que fuese su cabeza la que se rindiera. Hasta que comprobó que, a veces, los últimos son los primeros. Y ni siquiera creía en esas memeces. Todo se lo debió a que la noche anterior, adelantó una hora en todos sus relojes para que, cuando creyese, y gracias en parte a su mala memoria, que llegaba tarde y se auto cuestionara de aquella terrible manera, nunca supiese que sería el primero en llegar a entregar aquel paquete tan urgente que tenía que enviar por correo hasta Oxford de ser el último día de plazo como inscripción a su universidad.
Llegar tarde, no siempre es llegar el último. 

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