Llegó el día esperado. Por instinto ancestral vi acercarse la lluvia. Voy a la vieja casa de la chacra familiar. Está abandonada igual que las de los vecinos, pero habitable durante las jornadas de trabajo. Éste es el mío, además de mi pasión. Pintar imágenes reales que reflejen más que las fotografías. Enmarco con mis manos el paisaje. Ellas trasmiten a la mente, igual que la vista, lo que perciben. Se forma la idea y la llevo a la tela.
Llueve lento, con mansedumbre. Apenas una garúa al comienzo.
Cuando el agua se escurre por mis dedos me refugio bajo el alero y los dejo afuera para que fluyan los recuerdos por sus extremos.
Los verdes cambian de tonalidad al lavarse pastos, árboles, sembrados.
Sólo queda un manchón sin color, donde no crece nada. Es el resabio de una picardía infantil, el lugar donde enterré una lata con sal. Conmovida me veo niña otra vez, caminando sin rumbo, un día como el de hoy, con capa, sombrero y botas cubriéndome. Sólo mis manos sentían la caricia del líquido frío. Calor en el alma, alegría de estar viva. Ahí comenzó mi atracción por la pintura. Quería plasmar con los pinceles lo que sentía.
Luego otra evocación me llega. La de los veinte, en esa última cita bajo el paraguas, con las manos mojadas de llovizna y lágrimas ante el adiós inevitable. Era un día de lluvia cuando nació mi hijo. Las palmas húmedas apoyadas en los vidrios expresaban muchos sentires. Ansiedad, alborozo, dudas, incógnitas. Hoy él me acompaña, en silencio, para no ahuyentar mis pensamientos.Gozamos los dos, pintando el paisaje con las manos.
Quiero los días de lluvia. Traen desde lo alto el agua que hace flotar en la corriente el barco de papel de la existencia.
